NARRATIVA MICHOACANA/No. 178


 

El engaño*



Moisés Ramírez
Morelia, 1984

 

 

 

I


La noche del 14 de abril de 2009 vino a visitarme un amigo al que hacía mucho tiempo no veía. Acababa de volver de un largo viaje por el Oriente, por lo que iba cargado con objetos que obsequiaba a sus amigos aparentemente al azar. De un maletín extrajo dos. El primero era un libro sobre las prácticas alquímicas de Aristóteles, una novela o algo parecido; el segundo era un globo terráqueo con soporte para hacerlo girar. Cabía perfectamente en la palma de la mano y era ideal para adornar mi escritorio.

—Lo compré en Jerusalén —me dijo—. El libro no puedo decirte dónde ni cómo lo conseguí, pero creo que vas a disfrutarlo.

Mi amigo se fue de madrugada. Habíamos bebido una botella entera de ajenjo holandés y, luego de despedirnos, fui directamente a la cama sin pensar en los obsequios. En la alcoba, junto a la ventana, un hombre miraba hacia la calle a través de la cortina. Permanecí un instante en el vano de la puerta, pasmado y a punto de bajar a la biblioteca y tomar el revólver.

—No temas —dijo el hombre volviéndose—, no voy a hacerte daño. Además, el revólver no está cargado y te has quedado sin balas. Será mejor que te sientes.

Obedecí. Por alguna razón la voz del hombre me parecía familiar, pero no lograba identificarla. Me senté en el borde de la cama y tuve la intención de encender una lámpara, pero el hombre me pidió que no lo hiciera. Caminó hacia el lado opuesto de la habitación y se sentó en el sillón de lectura.

—¿Cómo te llamas? —pregunté por decir algo.

—Mi nombre no es importante.

—Si no me lo dices, encenderé la luz.

—Aristófeles —dijo riendo.

—Querrás decir Aristóteles.

—No. Aristófeles. Y ahora que conoces mi nombre, escucha el resto. Vengo a ofrecerte un trato. En tu escritorio hay dos objetos que no te pertenecen. Un libro y un globo terráqueo. Devuélveme uno de ellos, el que tú elijas; a cambio te revelaré una verdad que desees conocer. Una cosa más: uno de los objetos pertenece al pasado y el otro al futuro. El que me devuelvas te dará parte del tiempo de donde ha sido robado.

—Bien —dije, haciendo un gran esfuerzo por ocultar mi terror.

—No temas —volvió a decir—. Ya te he dicho que no voy a hacerte daño. Ahora, baja a tu estudio y trae lo que te pido.

Bajé. Pensaba que, después de todo, si el hombre hubiese querido lastimarme y robarme ya lo habría hecho. En el estudio desconecté el teléfono, pues no quería recibir llamadas, mucho menos de mi mujer, que habría interrumpido su viaje sólo con oír mi voz quebrada por el miedo.

Al llegar al escritorio, al lado del libro y del pequeño globo giratorio, hallé un amuleto o lo que parecía un amuleto. Se trataba de una medalla en la que se había acuñado la estrella de David, y en cuyo centro un ojo abierto veía mi cara de espanto. Lo guardé en el bolsillo secreto de mi chaleco y volví a mi habitación con el libro, que era el obsequio que menos me interesaba. Además, el amuleto, que mi amigo al parecer había olvidado, remplazaría de alguna manera la pérdida.

—Por favor, dime que no tomaste la medalla que estaba junto al libro —dijo el hombre cuando entré.

—No lo he hecho —respondí, más por obediencia que por mentir.

—Bien. Ahora, sácatela inmediatamente del bolsillo y arrójala por la ventana.

Así lo hice, y mientras la sostenía en la mano, el hombre escondió su rostro y murmuró frases que no comprendí.

—Aristófeles —dije antes de arrojar la medalla—, no temas. Todavía puedes protegerte si haces girar el mundo que está bajo tus pies.

No tenía idea de dónde habían salido esas palabras. El miedo me hizo lanzar la medalla lo más fuerte que pude. Aristófeles me miraba sonriendo. Entonces le devolví el libro.

—Tu amigo —dijo— es un viajero estúpido que ha perdido su alma a cambio de ciertos favores, y ha querido engañarme ocultándola en este libro. Te agradezco que me lo devuelvas. ¿Qué es lo que quieres saber?

—Mi amigo… —dije pensativo—; pero, ¿cómo sabías que te daría el libro y no el globo?

Comprendí por su mirada la respuesta. Así que, recordando (o eso creí) que antes de su partida mi mujer y yo habíamos tenido una pelea, dije sin pensarlo demasiado:

—Quiero saber si mi mujer me engaña con otro hombre.

Aristófeles soltó una carcajada y dijo:

—¿De verdad es lo que quieres saber? En general las personas piden cosas más sensatas, como la ubicación de un tesoro escondido o la fórmula de la Coca-Cola. ¿Tú quieres saber si tu mujer te engaña? ¡Pero si eso ya lo sabes!

Me sentía muy confundido. Y antes de decir cualquier cosa, Aristófeles desapareció. En ese momento me invadió la rabia y el deseo de salir a averiguar quién era el sujeto que estaba con mi mujer. Miré por la ventana. Aristófeles me saludaba sonriendo, mostrándome la medalla como quien acaba de ganar una carrera olímpica.


II
 

—No te preocupes por tu mujer —dijo una voz desde el sillón.

Me volví sobresaltado, aunque en cierto modo ya habituado a ese tipo de acontecimientos.

—Y tú quién eres —dije con enfado.

—Pero qué humor —dijo el hombre riendo y se levantó.

Bajamos al estudio. En la escalera me explicó que el globo terráqueo que me había obsequiado mi amigo le pertenecía y necesitaba que se lo devolviera.

—Me estoy cansando de todo esto.

—No lo dudo —respondió—. Recibir dos obsequios fantásticos e invaluables y perderlos la misma noche debe ser un verdadero fastidio. Repróchaselo a tu amigo la próxima vez que lo veas. Ahora, supongo que estás familiarizado con este tipo de transacciones.

—Así parece. Y, por cierto, ¿cuál es tu nombre?

—Voy a dejar que lo adivines —dijo cuando ya estábamos en el estudio. Luego continuó—: Qué hermoso lugar, y cuántos libros. En Alejandría trabajábamos maravillosamente, pero, después de la tragedia, tuvimos que seguir caminos distintos. Yo ayudé a escribir algunos de estos ejemplares, pero es mejor que olvides que acabo de decírtelo. Ah, aquí está, después de tanto tiempo.

—¿Qué habría ocurrido si, por ejemplo, en lugar del libro le hubiese entregado el globo a Aristófeles? —pregunté, animado por el buen humor de mi acompañante.

—Ustedes los hombres siempre creen que tienen la posibilidad de elegir. Se habrían evitado muchos problemas, y a nosotros por añadidura, si hubiesen aprendido a reconocer el plan divino. Pero no. Se entusiasmaron tanto con el libre albedrío que incluso nosotros creímos en él. Y ahora, mira las consecuencias. Tenemos que arreglar esto si queremos que todo vuelva a su curso original. Y no, no hubieses podido entregar el globo a Aristófeles, porque de otro modo no habría recuperado la mitad de su nombre, que perdió por hacer negocios con los hombres.

—¿Y tú? —dije al vuelo.

—Yo he caído en la trampa, como podrás notar. Pero eso ya no es importante. Tengo el globo y tú tendrás tu verdad del futuro. ¿Qué deseas saber?

—Quiero saber si mi mujer volverá conmigo.

—¡Eres un verdadero idiota —gritó Mefistóteles—; no has aprendido nada!

—No entiendo —dije nervioso.

—Precisamente —continuó—, y me parece que no entenderás nunca. Lo que me pides, ya lo sabes. ¿Lo has olvidado?

—Así parece —respondí con sorna pero temiendo no ser capaz de recordar algo importante.

A través de la cortina se dejaron ver los primeros destellos del amanecer.

—Debo irme —dijo Mefistóteles y caminó en dirección al recibidor—. Espera a tu mujer. No hagas nada estúpido. Te enviaré algo con ella; tal vez de ese modo tu memoria se refresque un poco.


III
 

Mi mujer volvió en la fecha prevista. Estaba radiante. En sus ojos pude ver el destello de un romance a la vez prohibido y familiar.

—He conocido a alguien idéntico a ti —me dijo—; pero más joven. ¿Recuerdas ese viaje que hicimos cuando nos enamoramos?

—Lo recuerdo.

—Me regaló algo. Aunque, en realidad, es para ti.

—¿Para mí? —dije confundido. Pero entonces vinieron a mi memoria las palabras del diablo. Y lo recordé todo.



En los años del doctorado me aficioné al estudio de textos sagrados y ocultos. Aprendí conjuros y me divertía haciéndome pasar por un iniciado. Una noche, mi novia de ese momento me despertó, pálida, diciéndome que acababa de tener un sueño terrible: yo dirigía un ritual en el que le sacaba el corazón para ofrecerlo a Satanás. Al día siguiente se marchó; dijo que no podría soportar más ese gusto mío por las invocaciones y que no quería terminar loca o muerta. No había pasado mucho tiempo cuando recibí una llamada de su madre. La chica había sufrido un infarto y estaba muerta.

Días más tarde, me visitó el decano del instituto, o al menos quien parecía ser el decano.

—No temas —dijo—; esta imagen que conoces te dará la tranquilidad necesaria para hablar conmigo. No pretendo hacerte daño.

—¿Qué desea? —pregunté.

—Agradecerte el obsequio y ofrecerte algo a cambio. Lo que tú quieras.

Sin pensarlo demasiado dije:

—Quiero conocer a la mujer que se enamorará de mí definitivamente.

El decano soltó una carcajada cuyo estruendo bajó hasta la calle, provocando el aullido de los perros.

—¡La mujer que se enamorará de él definitivamente! No has aprendido nada. Todavía eres un adolescente. ¿De qué te han servido las noches bajo la lámpara leyendo, estudiando cómo llamarme? Pero hay que seguir los términos al pie de la letra, y si me pides que lluevan caramelos no tengo otro remedio que cumplirlo, así tenga que desternillarme de risa.

Hojeó un libro y dijo:

—Mañana a esta hora encontrarás a una mujer caminando frente a la terraza del restaurante donde comes habitualmente. Te enamorarás de ella y ella de ti. Pero no podrás permanecer a su lado porque es la mujer con la que estarás en el futuro. Cuando la veas, háblale, invítala a donde quieras y por la mañana, cuando sus cuerpos se hallen reposados y fuera del lecho amoroso, entrégale esto; dile que es un obsequio, pero que no es para ella, sino para su esposo, es decir tú mismo en el futuro. Al recibir de ella esta medalla, nuestro trato se habrá cumplido.

Era la medalla, la que tenía la estrella de David y el ojo abierto lo que mi mujer me había entregado. Me besó y dijo que estaba exhausta y que se iría a la cama. Yo respondí que tardaría un rato más en subir, pues debía resolver un asunto antes. Cuando me quedé solo, telefoneé a mi amigo, sin saber exactamente lo que le diría.

—Salgo mañana a Jerusalén —dijo entusiasmado—; ¿recuerdas que he planeado este viaje por años?

—Pero… —titubeé—, ¿no has estado ya en Jerusalén? Incluso me has traído obsequios.

Se rió. Colgué el teléfono. No me di cuenta del paso del tiempo. Había amanecido y supuse que mi mujer bajaría en cualquier momento. Así que fui a la cocina a preparar el desayuno. Pero ella no bajó. Subí los alimentos y al entrar en la alcoba descubrí su ausencia. No comprendía absolutamente nada. Entonces sonó el teléfono. Dejé que contestara la máquina:

—No tengo mucho tiempo, cariño. Todo va de maravilla. Espero que no te aburras demasiado. Te veré muy pronto. ¡Besos!

La llamada se cortó. Bajé corriendo al estudio y encendí la computadora. Tenía un e-mail de mi amigo en el que me informaba de su regreso y anunciaba su visita para esa misma noche. Eran las ocho de la mañana del 14 de abril de 2009.

 



* En La noche anterior, Secretaría de Cultura de Michoacán, 2011.

 


Moisés Ramírez. Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Es autor de Tiempo en blanco (UMSNH, 2010, Premio Tesis de Licenciatura 2009) y La noche anterior (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2011, Premio Michoacán de Cuento Xavier Vargas Pardo 2011); del libro de ensayos Cuaderno del paseante (Jitanjáfora, 2009), y de los poemarios Mirarse aprisa (Hybris, 2007) y Cantar los días (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2007, Premio Michoacán Ópera Prima de Poesía 2006). Su novela inédita La fauna de las tinieblas obtuvo mención honorífica en el Premio Nacional Juan Rulfo para Primera Novela en 2009.