NARRATIVA MICHOACANA/No. 178


 

Hombres de negro IV



Francisco Valenzuela
Ciudad de México, 1976

 

 

 

Era inicio de semana, de esos lunes con cara de pocos amigos. Llegué a la oficina un poco enfadado, como esos perros callejeros que no han conseguido comida y encima los ha pescado un aguacero. Noté que a mi escritorio lo cubría una densa capa de polvo, así que pasé el dedo índice para escribir unas de mis frases predilectas: “Puta Madre”. Entré a la pequeña cocina y me preparé un café, sin azúcar, pues los tipos duros como yo no deben estar por ahí endulzando las cosas, como si se tratara de una mariconada. Aún no daban las nueve, por lo que Laura, mi asistente, venía en camino. Además nunca llegaba puntual, ya que antes paraba en la escuela primaria para llevar a su hijo, un bastardillo fruto de calenturas pasadas. A pesar de ser una señora entrada en los treinta, Laura conservaba un cuerpo agradable, no estoy diciendo que fuera la gran cosa, o que cualquier falo se pusiera duro tras observarla, pero hay mujeres de su edad de las que uno prefiere apartar la mirada, decirles ¡muévete de aquí y no jodas mi vista, vieja!

Esa mañana elegí un poco de informalidad pues no había reuniones con gente importante; era, como decía, un lunes cruel, un día hosco y bravo, duro como la quijada de un toro amargado. Mis pantalones de mezclilla lucían bien con mi camisa a cuadros, más unos zapatos cafés recién comprados. También llevaba mis gafas, un policía debe tener dos cosas inseparables: su pistola y sus gafas. A mí me gustan esas gafas ovaladas, no tan oscuras, más bien un poco cafés, y grandes, que cubran buena parte del rostro. No quiero que piensen: “este tipo se la pasa viéndose al espejo como un cabrón vanidoso”. No hay tal, me basta con echar un vistazo al retrovisor de la patrulla y decirme, oye chico, hoy será un día brutal pero luces bien, luces en forma incluso para morir.

La muerte siempre nos espera, está sentada junto a uno, pellizcándonos el ombligo, pasando su lengua por nuestras orejas, nos avienta su aliento apestoso, su tufo rancio, su aire hediondo. Pero hay que encontrar la forma de escabullirse, de zafar la mordida y reírse en la cara de esa ramera.

Apenas miraba yo las noticias en Internet cuando de reojo vi entrar a Miguel, un judicial recién asignado a mi región, la llamada Tierra Caliente michoacana, que no es otra cosa que un hoyo sobre las fauces de Satanás. Miguel aparentaba ser un policía como cualquier otro: corrupto, malencarado, sin estudios y sin futuro. Le gustaba leer El Libro Vaquero y en su casa miraba telenovelas con su esposa, mientras los hijos se idiotizaban en otro televisor.

Cuando entró andaba como siempre, con sus botas negras desgastadas y su pantalón oficial. No me entretuve en mirarlo a los ojos porque uno sólo mira a los ojos a las hembras de semblante amable.

—Hermano, ¿qué te trae por esta pocilga de oficina? —hice la pregunta sin dejar de ver la nota sobre otros colegas acribillados por los gángsters.

—Javier, tienes que escucharme, te lo ruego.

Pensé que el tipo se había metido en un lío de dinero. Mientras encendía un cigarrillo, deduje, por otra parte, que mi amigo la había cagado con su mujer. Luego pensé que lo tenían amenazado.

—Amigo, cálmate y pásame los periódicos, quiero entrar al baño antes de que mi estómago se ponga duro.

—Javier, mírame por favor.

Antes de levantar la cabeza y mirar a mi compañero, traté de identificar si entre los masacrados que reportaba la nota había algún conocido. Nada, eran unos novatos que cayeron en la trampa, unos niños que abrieron la boca para recibir un dulce y a cambio les metieron decenas de balas afiladas.

Entonces fue que levanté la mirada y vi aquel baño de sangre.

—¡No mames, Miguel!, ¿pero quién cabrones te hizo esto?

Mi amigo, con ese temple y orgullo que le caracterizaba, sostenía su cabeza con los dedos de la mano derecha. Sus dedos chuecos empuñaban sus pelos rancios y morenos. De su cuello sólo brotaba un chorro de sangre que ya había manchado las paredes de la oficina.

Carajo, pensé, la orgullosa de Laura no querrá limpiar este reguero, pero enseguida volví al asunto que me competía.

—Miguel, siéntate. Quiero que me expliques quién fue el hijo de puta que te arrancó la cabeza.

Miguel se sentó y puso su cabeza sobre el escritorio. Eso me produjo un poco de asco pero me pareció imprudente decirle algo.

—Jefe, te juro que no me descuidé, lo tenía todo bajo control, pero esos cabrones se metieron a mi casa, no sé cómo, pero cuando llegué ahí estaban, mirando la televisión y comiendo palomitas.

—Te escucho —le dije, y me serví un whisky.

—Para esa hora mi mujer ya estaba muerta, le habían cortado las manos, con una de esas manos un cabrón le pasaba las palomitas al otro. Estaban viendo una película donde sale Bruce Willis.

—¿Bruce Willis es el que sale en Hombres de negro?

—No, ése es Will Smith.

—¿Will Smith es el que salía en El príncipe del rap?

—Sí, es él.

—No mames, ¡cómo me gustaba esa serie! Bueno, y luego, ¿qué pasó?

—En cuanto abrí la puerta, uno de esos hijos de la gran puta me apuntó con su cuerno de chivo. No tuve tiempo de nada, imposible desenfundar mi revólver.

— “No tuvo tiempo de montar en su caballo”, ¿te acuerdas de esa canción?, creo que es de Vicente Fernández.

—No, jefe, esa canción es mucho más vieja, debe ser de la Revolución.

—No mames, ¿tan vieja?

—Creo que sí, jefe.

—Puta madre.

—Puta madre.

—¿Y luego qué pasó, Miguel?

—Ah, pues yo levanté los brazos y les pregunté: “¿Dónde tienen a mis hijos, hijos de la chingada?” Entonces uno se levantó, tenía la mirada más encabronadamente diabólica que he visto en mi vida. Me dijo que mis hijos estaban a salvo, pero que si yo la cagaba, entonces…

—Hijos de la chingada, ¡¿cómo se meten con las criaturas?!

—Eso pensé yo, jefe. Así que les dije: “¡Cabrones, no toquen a mis hijos y yo hago lo que quieran!” Fue entonces que se levantó el otro, todavía con un puño de palomitas en el hocico. Era un poco gordo, con barba de candado, rapado, un cholo cualquiera con sed de sangre, un lobo hambriento, jefe.

—¿Qué te propusieron, Miguelazo?

—Querían informes de los patrullajes, querían que sacáramos al ejército, querían el dinero de la presidencia municipal y las limosnas de la iglesia.

—Chingada madre, ¿y su puto helado de qué lo quieren?

—Les dije que nadie aquí en la corporación tiene tanto poder, que éramos tan sólo carne de cañón, los primeros pendejos que salen a la batalla, el escudo humano que cuida a los superiores.

—Hiciste muy bien amigo, estoy orgulloso de ti.

—Gracias, Javier.

—¿Y?

—No terminé de dar mis excusas cuando el cholo me dio un cachazo y caí como un costal de papas. Desperté unos minutos después, estábamos en mi patio, con las luces apagadas. Escuché un ruido ensordecedor, algo muy fuerte que me recordó mis tiempos de talador.

—No mames, ¿a poco fuiste talador?

—Sí, de chavo, en Ciudad Hidalgo. Vendíamos toneladas de buena madera, ganábamos mucho dinero y nadie nos cobraba impuestos ni mordidas.

—Qué tiempos aquellos, camarada.

—Sí, vaya que eran buenos tiempos.

—¿Y qué hacías con tanto dinero?

—Una parte se la daba a mi jefa, y con lo demás me metía alcohol, drogas y viejas.

—Tsss, qué buena vida, pinche Miguelón.

—Bueno, pues el ruido que escuchaba era de una motosierra. La encendió el Diablo, la bestia esa de la mirada torva.

—Pinche Miguel, a veces te sacas unas frases bien elegantes, cabrón. Pero a ver, sígueme contando.

—El Diablo se acercó y me dijo que si no cooperaba me iba a matar, que mis hijos lo verían todo, que los dejaría vivir para que nunca se les borrara ese recuerdo. Entonces le prometí que hablaría contigo, que tú hablarías con el jefe, que el jefe hablaría con su jefe y ese jefe con su otro jefe.

—No mames, eres bien pendejo, Miguel.

—Ya sé, pero estaba muy nervioso y no se me ocurrió otra cosa.

—Le hubieras dicho que sí a todo, que estábamos con ellos. “Señor, nosotros estamos con ustedes, no se me preocupen que para eso se nos paga.” Pero no, ahí vas a enredarlos con el jefe del puto jefe.

—Bueno, pues el pinche Belcebú se encabronó y me pasó los dientes de la motosierra por el cuello. Hubieras visto qué pinche escándalo y cuánta sangre brotó. Los otros compinches nomás soltaban la carcajada y se agarraban sus huevos.

—¿Cómo que se agarraban sus huevos?

—Sí, yo creo que les excita ver gente muriendo.

—Pinches locos.

—Salieron bien encabronados y prometieron que tú serías el siguiente, por eso, en cuanto me desperté vine para advertirte.

—Hiciste muy bien, Miguel. Te has ganado un ascenso por esa muestra de gallardía, por ese amor incondicional hacia las fuerzas del orden.

—¿Hablas en serio? ¿Un ascenso?

—Maicolín, yo ya estoy viejo y cansado, he juntado un poco de dinero y quiero dedicarme a otra cosa, no sé, poner un bar en la playa, comprar carros y venderlos, lo que sea, me da lo mismo, pero ya no quiero más muertitos.

—¿Quieres que yo tome tu lugar?

—Me acabas de demostrar que estás listo para esto. Salvo uno que otro detalle, creo que eres el hombre ideal para tomar mi puesto. Además, eres el único androide de la corporación, eso es mucha ventaja.

—¿Sabes?, cuando el Presidente nos sacó de la granja para meternos a la policía pensé que la había cagado, pero ahora sé que tenía razón, que somos sus soldados, sus invencibles y leales soldados.

Me levanté del escritorio y fundí a Miguel en un abrazo. Su palabrería me conmovió, y aunque no le creí del todo, supe que era una oportunidad de oro para zafarme de toda esa mierda. Los androides son crédulos y cuando uno les habla bonito y promete cosas se les activa un chip de autoestima. Nos metimos al baño y observé cómo su cabeza volvía al lugar de origen, cómo aquel robot se reconstruía cual ilusionista de circo. Tras unos segundos su rostro cambió, robando todos mis rasgos, hasta la más inadvertida de mis arrugas.

—Miguel, quiero decir, Javier, te dejo en tu oficina. Laura no tarda en llegar, no te vayas a pasar de lanza, pero si se deja, cógetela, que está bien sabrosa.

Cogí mis pertenencias, le regalé una última palmada y me dirigí a la puerta. Antes de salir, di la media vuelta e hice una última pregunta.

—Miguel, ¿cómo se llama el actor que sale en Hombres de negro, el que no es Will Smith?

—Tommy Lee Jones.

—Puta madre, es bueno, ¿no?

—Un chingonazo, diría yo.

—Adiós, Miguel, le cierras cuando te vayas.

 

 

Francisco Valenzuela. Economista. Cursa la maestría en Periodismo Digital en la Universidad de Guadalajara. Dirigió la revista Revés y ahora el sitio electrónico Revés on line. Colabora en los programas de radio Noches de Cine y Pastel. Ha publicado en distintas revistas, antologías y periódicos. Reside en Michoacán desde la infancia.