RELATO/No. 177


 

Conversaciones



Diego Salas

 
El gran error es creer que se puede domesticar a las conversaciones como el cirquero lo hace con sus tigres. De ellas no hay que esperar lealtad alguna. Esa ingratitud felina que llevan dentro vuelve inútil todo esfuerzo, aun si se les cuida desde que son pequeñitas como un gesto o un breve silencio de sesenta y dos centímetros que separa a dos personas sentadas sobre la mesa. No importa cuánto se les atienda, o con qué rigor o prudencia se les trate de encaminar por los terrenos de la lealtad, las conversaciones suelen abandonar todo consejo, toda súplica; entran y salen por donde quieren, cuando quieren. Con la cabeza nos tocan la puerta para pedir asilo y entran con sus pasos diminutos, dóciles, cristalinas hasta la burla; pero al sentir el cobijo de la casa oscurecen y ondulan travestidas en todos los huecos que se encuentran a su paso, desde los cajones del armario hasta las orejas de los anfitriones que, confiados, llenan los vasos de vino y asan queso como si nada estuviera pasando. Las arpías van y vienen desordenándolo todo, manchándolo todo con la rebaba de sus cuerpos. Lo peor es que en realidad no se sabe qué esperar de ellas al final del día. No siempre lastiman. A veces una extraña compasión les inunda la cara, y entonces son ellas las que te esperan en la puerta de tu casa y te reciben con besos en la boca, te acarician la cara y te llevan hasta la sala para preguntarte cómo va el asunto en la oficina, si ya está sano el perro o si andan bien los jardines de la abuela. Cuando eso ocurre, no queda más que responder de buena gana, sin remilgos, mansamente. Eso les encanta. Se puede convocar a una concentración masiva de conversaciones con sólo decidirse a deshilar la lengua en un solo acto, palabra por palabra. El problema es que a veces se llega a acumular tal cantidad de conversaciones que es imposible tenerlas a todas en la casa, ni siquiera caben cómodamente en la ciudad, o en todas las ciudades del país. Hay que ser precavido con eso. Las conversaciones no tienen memoria para el hogar, o tienen una bastante distorsionada. Nómadas bestiales, asumen que todo lugar pisado les pertenece. Es raro, no extrañan las tierras que van dejando, pero extrañan a sus anfitriones. Cuando una conversación se encariña contigo, te sigue a todas partes, agazapada en tu bolsillo o en la solapa de la camisa. Si un día una fuerza extraña te impide sentarte en la mesa de algún bar, es porque tus seguidoras llegaron a tal número que no caben ni colgadas de la ventana. Te seguirán por cualquier lado hasta que una de ellas se canse de ti y se abalance contra tu pecho, y te muerda con su mandíbula microscópica, y te abra en canal (también microscópico), y salga de ti un chorrito de sangre que no podrás oler ni mirar, pero lo sentirás inmenso como una de esas formidables heridas de guerra. En ese momento, indignadas por la violencia, todas las conversaciones dejarán de ocupar tu casa o tus bolsillos, y sin saberlo, estarás completamente solo, esperando que alguien toque al otro lado de la puerta.
 


Diego Salas (Xalapa, 1984). Poeta y guitarrista de jazz. En 2005 obtuvo la beca del Programa de Intercambio de Residencias Artísticas otorgada por el Fonca. Participó en el festival internacional de poesía Marché de la Poésie, organizado por la Maison de la Poésie à Montréal, y en Noches de poesía, organizado por la traductora Elizabeth Robert. Ha colaborado en antologías de México y Argentina, así como en revistas electrónicas como Litoral E. Es autor de Andar (UV, 2010).