NARRATIVA CHILENA ACTUAL/No. 176


 

Valpore (fragmento)



07-autor-gaete.jpgCristóbal Gaete
Emergencia Narrativa, Valparaíso, 2009


 

 

Trepamos a pie por los cerros del Puerto, llegando a la cúspide de la miseria desde donde se desciende a Valpore.

Por un sendero en espiral que conduce a lo más bajo, pasamos frente a casas sin terminar en las que se acumulaban ladrillos y niños que apenas sabían caminar jugaban a dispararnos. En un momento nos detuvimos, quisimos descansar, pero las piedras que nos lanzaban nos pusieron otra vez en camino hacia el plan de Valpore. La noche llegaba. La vista era la de un tornado descendente de luces; había que seguirlas para llegar al centro.

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En una de esas luces estaba la casa de Bruno, el padre del Pulpo, pero no lo encontramos allí. El Pulpo dijo que lo buscáramos en los bares del cerro. Seguimos descendiendo. A veces el Pulpo paraba en alguna esquina para jugar en los tragamonedas y los niños aparecían de todos lados, cubiertos de barro y tierra, de la misma que se levantaba con los miles de pies que transitaban el comercio salvaje del cerro. Pero el Pulpo no regalaba monedas, ni yo tampoco. Algunos niños nos miraban con odio, nos apuntaban con sus manitos cafés de mugre; otros sacaban relojes de sus bolsillos, para ofrecerlos; los más arriesgados trataban de meter la mano en el bolsillo del Pulpo o en el mío, pero cada vez que lo intentaban recibían una patada. Apenas sabían caminar y ya habían aprendido a robar.

Un chico nos ofreció comprar un quinazo de paraguayo prensado. El Pulpo se hizo el difícil, aunque se le hacía agua la boca. Tenía sus razones. Le dijo al muchacho que le mostrara la empanada. El Pulpo la tomó de sus manos y aunque era más que suficiente por quinientos pesos, le dijo que era muy poco y se la guardó en un bolsillo. El niño trató de detenerlo, pero era muy débil. El Pulpo le pegó unas patadas en su culito de hueso y lo arrastró hasta un bar. Bruno, el padre del Pulpo, estaba sentado solo en la barra, con un vaso de vino tinto. En la mano desocupada, escondía sus ojos.

—Hola, papá, te traje un regalo.

El Pulpo tironeaba al niño que ya sabía lo que venía. Todos los niños de Valpore lo sabían, lo habían vivido más de una vez, y por eso trataban de mantener su hombría, violando a las niñas que vendían flores en las ferias o a las que se prostituían. El niño se resistía, pero no tenía fuerza. A Bruno le era indiferente. Lágrimas color vino tinto caían en su vaso.

—No te preocupes, Pulpo, ya no quiero de ésos.

—¿Qué pasa, papá?

—Lo de siempre —dijo una voz invisible desde el fondo del bar.

El Pulpo ya me había advertido qué era lo de siempre. Eran los niños el verdadero amor de Bruno. Nos dirigimos en silencio a su pieza en una pensión retirada. El olor a cuerpo muerto infantil nos golpeó. Guardaba a sus pequeñas víctimas debajo de su cama. Del suelo bajo el catre salía un brazo, una pierna, unos cabellos, todos pertenecientes a distintos niños. Bruno había vivido años en el plan de Valparaíso, pero entendió que allí siempre estaría tachado por su vicio. Se exilió del plan para poder ser pederasta a destajo. En Valpore era fácil. Allí los niños no iban al colegio, pues no había ninguno. Todos los niños trabajaban o delinquían. Si no volvían con dinero, no comían; si no volvían, no importaba. Las obesas progenitoras siempre tenían muchas más bocas que alimentar, siete u ocho niños abarrotando las míseras casas, sin luz ni agua. A Bruno le fue permitido permanecer en Valpore como un mínimo depredador que controlaba una parte de la sobrepoblación. Pero el pacto se había roto la última vez. Mensualmente, Bruno debía bajar al plan y ahí la vio, a la pequeña turista francesa. Sus padres la apuraban, a veces la dejaban atrás. Eran padres del mundo desarrollado, que no pensaban en la degeneración. Creían estar protegidos. Apenas la vio, Bruno entendió que se había ido todo al carajo, que su tregua con la sociedad estaba rota.

No había salida, sólo raptarla.

Cuando Bruno comenzó, su pequeño vicio era privado; ahora era algo condenable, público, investigado. Si lo descubrían estaría siempre en la cárcel, sería marcado hasta por los otros presos. En Valpore, en cambio, nunca un padre ni una madre habían llegado buscando a alguno de sus hijos, que se amontonaban debajo de su cama.

Bruno sacó la falopa, se pegó un saque y nos contó sus intenciones. Debía aparentar ser otro; si alguno de sus antiguos conocidos lo veía, podría entender que se había tentado, que andaba tras una presa. Fue donde el peluquero del barrio, para que le arreglara el pelo cano y lo afeitara.

—¿Acaso volverás a trabajar, Bruno?

—Algo así, parece que recibiré a una nieta de la Paola, ¿la recuerdas?

La Paola, hermana del Pulpo, había desaparecido hace años. A nadie le importó.

Nosotros también nos cortamos el cabello y después fuimos donde una vieja costurera, que nos pasó camisas y pantalones de tela. Parecíamos otras personas. Bruno soltó sus últimos billetes, los que seguramente guardaba para pequeños putos en caso de emergencia. Cada noche compraba garrafas de vino, se ahogaba en ellas y lloraba pensando que la niña ya podía estar fuera de su alcance, dentro de un avión.

Bajamos al plan y fuimos a todos los lugares que los turistas suelen visitar. Hasta que los encontramos en un mirador del cerro Alegre. Transitamos muy cerca de ellos, mimetizados con los turistas. Los seguimos a su hotel, hicimos guardia hasta que oscureció y regresamos a Valpore.

La primera parte del plan ya estaba ejecutada.



Por la mañana, muy temprano, Bruno y el Pulpo se instalan con unos títeres en el paseo 21 de Mayo. El padre le ordena al hijo que se esconda en la caseta del ascensor adyacente y espera a que aparezcan sus víctimas. Cuando la familia de turistas franceses llega al sitio, todos los músculos del depredador se tensan. Si la trampa funciona y todo sale de acuerdo al plan, podrá tener a la preciada criatura a su antojo, por todo el tiempo que quiera. La niña se acerca sola, atraída por los muñecos. Bruno hace la seña acordada. El Pulpo corre hacia la14-gaete.jpg pequeña y trata de arrebatarle un collar. La niña grita, sus padres quedan paralizados por el sorpresivo ataque y el hombre de las marionetas ahuyenta al agresor a golpes. El Pulpo escapa cerro abajo por la escala Artillería, tal como su padre le ha indicado. Para demostrarle su agradecimiento, los padres primermundistas invitan al defensor de su hija a un restaurant. Durante la cena, la niña se aferra a las piernas de su padre, con temor ante la voz rasposa de Bruno. Buscando sacarles información clave, les pregunta por el hotel donde se alojan y si han hecho planes para conocer la noche porteña. Con astucia, les recomienda asistir a un espectáculo único en el Barrio Puerto, que ofrece una amiga de él: la Patty, una ex estrella porno travestida, que relata su vida de mítica figura del under de la transición. A intervalos, Bruno mira a la niña con hambre. Al final de la comida, promete conseguirles entradas para el show. Una vez solo, se dirige al Barrio Puerto, al Laberinto del Minotauro, donde su amigo Leonardo aún no se ha convertido en la Patty. Su historia juntos se remontaba a la época en que Bruno era editor de una revista alternativa y ella debutaba en el ambiente. Pronto se dedicaron a escribir monólogos eróticos para el show. Él daba con las palabras y ella con los movimientos. Vivieron juntos. Bruno le traía vestidos que robaba a sus amantes y encargaba pañuelos a sus amigos en Europa para el cuello de la estrella. A veces, cuando bebían y Bruno estaba deprimido, la Patty se la mamaba. Una mañana, él tomó todo el dinero y las joyas de su compañera y se marchó de la casa, dejando apenas media botella de whisky. A pesar de todo, la Patty aún lo recuerda con cariño y le pasa las entradas para el show. Bruno espera a la pareja afuera del hotel y los lleva al Laberinto del Minotauro. Hombres en la oscuridad esperan por la Patty, hombres que abandonan su sexualidad, embriagados por sus movimientos sobre el escenario. En las orillas del Laberinto, se agolpan funcionarios ex subversivos, ex punkis ácratas y terroristas estatales o neoliberales, posibles censuradores disfrazados de homosexuales y extranjeros que conocen el secreto más comentado del puerto: los monólogos de la Patty. Mientras come un plátano wharholianamente, la diva va relatando sus primeras mamadas y cómo su garganta se fue alargando poco a poco. Bruno se levanta casi de inmediato; entra al baño, arma una hermosa y brillante anguila blanca de cocaína, la hace desaparecer y sale del local. La Patty se acerca al padre de la niña y le cuenta cómo hace la calle, mostrándole cómo levanta su falda a los autos. Le pregunta, a horcajadas sobre él, cuánto estaría dispuesto a pagar por ella. Lo mira a los ojos y le susurra secretos al oído en francés. Bruno va en un taxi a toda velocidad rumbo al hotel, sin mirar por las ventanas, con los músculos contraídos, como cuando actuaba en calles, bares y escenarios y mentía y mentía. Patty relata, sin salir de las piernas del turista, una de sus noches más afortunadas, cuando en un bar encontró a un borracho poeta virgen, enamorado, pero sin sexualidad definida. Patty cobraba cinco mil, pero a él sólo le cobró tres: los vírgenes traen suerte, solía decir. Bruno pide una habitación. El tipo de la recepción no le cree del todo, pero le da igual: no le pagan lo suficiente y además es un hotel para ricos, qué más da pasarle una habitación al tránsfuga pasajero por una noche; al día siguiente ya se enteraría si es o no un charlatán. El joven poeta dudó, pensó en Mishima, en San Sebastián y en las mujeres que le cerraban las piernas por su mal aliento. Bruno sube con el tipo que lleva sus maletas, las deja en el cuarto y espera. Su mano tiembla. Saca del pequeño refrigerador una botellita de whisky y la bebe de un sorbo. El joven poeta apretó los arrugados billetes en sus bolsillos. Invitó a la Patty a beber cerveza. Excepto el barman, nadie se percató de que no era una mujer. La devoraban con los ojos. Bruno sale de su habitación y con una ganzúa abre una a una las puertas del piso 6, donde se alojan los extranjeros. Cruza la primera y ve a dos niños tapados. Tiene una erección. El joven poeta y la Patty salieron a la calle; ella se la mamó en la oscuridad, hasta que él estuvo lo suficientemente erecto como para poder penetrarla. Bruno destapa los rostros bajo las sábanas, excitado. Son cabecitas negras, de seguro hijos de ricos de Ecuador o Perú. Uno de ellos abre los ojos. Bruno se lleva el índice a la boca y el niño no emite ruido alguno. La Patty regresó al bar para disfrutar de la buena racha prometida por el desvirgamiento. Una masculina mujer, que pasó la noche con ella, la invitó a bailar en su local: el Laberinto del Minotauro. Bruno entra en otra habitación. Un extranjero está encamado con tres prostitutas. Las maracas lo miran en silencio, reconociéndolo como alguien afín, y siguen mamando y moviéndose sobre el turista, sólo preocupadas de que el desconocido no se acerque a los dólares. En el primer baile, la Patty se convirtió en ícono; como si la barra siempre hubiese sido para ella, se deslizó como una serpiente, envenenando a quienes la veían, refugiados en el ghetto homosexual del Laberinto, besándose en sus rincones o simplemente drogándose y bebiendo. Bruno entra al tercer cuarto. Encuentra a un hombre tirado, sangrando, rodeado de estupefacientes. Los toma y sale de la habitación. Bruno escucha a un botones en el pasillo, espera un momento y vuelve a salir. Ingresa en otro cuarto y ve el pelo claro de la niña sobre las blancas sábanas. La Patty le cuenta al turista francés de un lunes de lluvia en que no tuvo ganas de bailar en el Laberinto y decidió hacer la calle. Al rato paró un auto de lujo y se subió a él. Bruno oye pasos, pero espera, sabe que ahora que está con la niña todo saldrá bien. La acaricia y abraza tiernamente. La Patty se quedó toda la noche con el tipo del auto en un exclusivo hotel; él sumaba y sumaba dólares sobre la mesita de luz. A Bruno le cuesta creer que estuviera con ella al fin. La envuelve en una frazada y se apresta a salir. La pila de billetes verdes siguió creciendo sobre el velador. El tipo la invitó a una serie de eventos sociales, donde la Patty deslumbraba, aunque algunos de los rostros de esos lugares ella ya los conocía. Bruno toma el ascensor al primer piso, lleva a la niña durmiendo en sus brazos. En una de esas fiestas, el rico extranjero le ofreció filmar una película para él. Pídeme lo que quieras, Patty, necesito algún recuerdo. El recepcionista está durmiendo, con un cómic abierto sobre sus piernas. Bruno sonríe: él había escrito ese guión. Del mostrador toma las llaves del transfer del hotel, estacionado frente a la puerta principal. La Patty se apoyó sobre la cama en cuatro patas y apareció el Príncipe, un puto con un pene de treinta centímetros que clavó en sus entrañas. Ella sufría y gozaba hasta el llanto verdaderamente femenino de placer, amarrada, sodomizada, travestida al fin. Con delicadeza deposita a la niña dentro del vehículo y enciende el motor. Conduce hacia Valpore, el último cerro de Valparaíso. El video convirtió a Patty en una estrella internacional deseada por todos. La envidia comenzó a diseminarse. Las otras putas dejaron de hablarle y trataban de levantarle los clientes. Una noche, la Patty se apoyó sobre el auto de otro hombre rico y recibió una puñalada en un glúteo. Ninguna de sus compañeras la ayudó. Bruno detiene el auto al filo de la quebrada infinita que anuncia Valpore. Toma a la niña dormida y sigue su trayecto a pie. La Patty se desmonta del padre de la niña y avanza hacia los espejos del Laberinto del Minotauro. Intenta esconder inútilmente su cojera dentro del largo vestido blanco. Mientras me arrastraba a la posta, pasó un retén móvil de la policía. Me metieron, me esposaron y me sodomizaron mientras mi sangre manchaba el piso en la oscuridad. Levanta su falda y muestra al público su cicatriz invisible. Se hunde entre los espejos del Laberinto. Todos la siguen, se pierden en los rincones del ghetto. Llorando, Bruno levanta a la niña sobre su cabeza hacia el amanecer de Valpore. La voz de la Patty se oye en todo el lugar. Y vino uno y después otro. Algunos creían al principio que yo era mujer o querían creer eso, obligados por la presión. Salían diciendo qué rica vagina, pero tomaban mi pene, encadenados por la verticalidad. ¿Cómo decir que era mujer? ¿Cómo decir que no lo era? Fue una experiencia única. Mujer, violada por la policía, herida, sangrando. El rostro torcido de la Patty se refleja en los espejos, donde el Laberinto se vuelve más oscuro. Suena el saxo de Zorn y en la escena irrumpe la imagen del Príncipe, que clava su puñal dentro de él/ella. La Patty gime, grita. Los franceses salen despavoridos y abordan un taxi, que gira sin sentido por la ciudad, pasando por los restos dormidos de la noche de Valparaíso: un mendigo en Echaurren, un punki en Bellavista, un perro vago en Brasil, una puta tirada en la solera, un viejo en avenida Francia, una cortina que se abre como una boca clandestina para tragarse lo que queda moviéndose en la ciudad. ¿Dónde nos lleva?, preguntan los turistas, y le exigen al chofer que los lleve al hotel de una buena vez.

Al vacío de la cama.

A la policía.

A las noticias. Al horror.

 


Cristóbal Gaete (Valparaíso, 1983). Publicó Valpore en 2009. Ha realizado investigaciones de memoria social urbana en Valparaíso, como Mercado El Cardonal y Monedas callejeras. Es editor de Ediciones Perro de Puerto y escribe sobre libros en el periódico El Ciudadano. Actualmente realiza un libro de textos híbridos sobre literatura de su ciudad a partir de una beca del Fondo del Libro.