DEL ÁRBOL GENEALÓGICO/No. 176


 

Bajo las estrellas (fragmento)



01-autor-mellado.jpgMarcelo Mellado
La hediondez, Alquimia, Santiago, 2011

 



Chucho Velázquez y Elizabeth Portentosa toman un bus interprovincial muy temprano en la mañana de ese sábado de noviembre, en dirección a la zona de Rapel-Matanzas, llevan la tabla de surf, además de las mochilas y una carpa. Se bajan antes de llegar al balneario, él conoce una ruta alternativa para llegar a una playa pequeña, una especie de caleta abrigada, frente a una lobería. Caminan un trecho de roqueríos, entre rocas y arena, hasta llegar a una playita escondida. Es cerca de mediodía y proceden de inmediato a levantar la carpa. Han ubicado la tienda en un lugar protegido del viento, un huequito de arena entre las rocas. En las cercanías hay una fuente de agua que viene de una quebrada. Está nublado, pero la temperatura es agradable. Recogen restos de maleza y palos secos para encender fuego, van a preparar el almuerzo. Se ven entusiastas y hasta contentos. Ella le pregunta si es relativamente fácil pescar y mariscar, por la cercanía de un enclave rocoso; él le promete que más tarde harán esa faena, pero que por ahora cocinarán tallarines con jurel enlatado.

La noche es estrellada y el ruido del mar produce un efecto que podríamos denominar estético. Están hasta altas horas de la madrugada fuera de la carpa junto al fuego, toman vino y fuman un pito de marihuana, y sonríen. Él siente deseos de tocarla y poseerla, pero ella no siente esa necesidad, todo lo contrario, ella sólo siente ganas de jugar y reír. Jugar a orillas del mar, con la espuma que hacen las olas o jugar con las palabras, junto al fuego. Él le acaricia sutilmente los cabellos ensortijados. Ella le comenta que tiene sueño, que está tan relajada que siente esa somnolencia placentera y que va a entrar a la carpa a dormir. Él está algo perturbado, no tiene sueño, todo lo contrario, él incluso ha pensado en caminar al pueblo e ir a emborracharse a una cantina, está más que entusiasmado con la presencia de Elizabeth Portentosa. Chucho Velázquez, a pesar del vino y el pito, decide respetar la opción de Elizabeth. Ella, simplemente, quiere ir a dormir, es decir, meterse al interior del saco, ella le comenta que siente esa nostalgia adolescente de dormir en una carpa, en un saco de dormir, como cuando pertenecía al grupo scout de la parroquia de Llo-Lleo. Ambos miran el fuego como con expectativas rituales y místicas. Él la abraza fuerte y con entusiasmo, ella se deja en buena onda, asumiendo que se trata de un acto de camaradería. Ella se toma el último vaso de vino y se mete al interior de la carpa, el fuego ha decaído, la noche está estrellada y algo fría. Elizabeth se saca los jeans y se pone un pantalón de buzo. Chucho Velázquez, que ingresa unos minutos más tarde porque se ha quedado a terminar la botella de vino, simplemente se saca los jeans y se acuesta en calzoncillos. Le propone a Elizabeth juntar los sacos por los cierres eclair para combatir el frío, ella accede por compañerismo. Chucho Velázquez está encendido, lo que contrasta con la mesura de Elizabeth que no alcanza a percibir la calentura de su amigo.

Elizabeth se queda dormida casi al instante, Chucho Velázquez no puede conciliar el sueño, el pene se le erecta casi al instante, están en posición convexa, esa que llaman cucharita, y no puede evitar rozarla, pero ella parece no sentirlo porque estaría durmiendo, él la abraza con decisión y ella no reacciona, porque efectivamente está durmiendo. Él comienza a acariciarla, primero los hombros, el pelo, los senos y le presiona el culo; su enorme culo que lo enloquece, comienza a besarle el cuello. Ella se despierta y le sonríe con muy buenos modales, lo que no necesariamente significa que acepta sus requerimientos amatorios. Luego lo intenta tranquilizar y le dice que no es el momento, continúa su proceso persuasivo haciendo alusión a cosas energéticas, a buena sintonía, incluso a enganches espirituales y esas cosas, y el pero correspondiente, el que incluye alguna caricia suave. Él, burdamente, le muestra una caja de condones que trajo para la ocasión, ella sonríe, sabe sonreír y sabe tratar. Él la manosea con torpeza. Ella se deja besar las tetas y bajar el buzo, de pura buena onda. Ella, muy protocolar, le propone masturbarlo para que se tranquilice, le dice convincentemente que es lo único que puede hacer por él, porque no desea ser penetrada. Él hubiera preferido una mamada, pero no consigue negociarla porque su habla en ese momento se vuelve torpe y poco convincente. Él accede a la paja lastimosa, a pesar de que el trasero o culo de Elizabeth lo tiene loco y no quiere soltarlo. Ella nunca pierde la compostura, todo lo contrario. Logra reducirlo con su poder de persuasión, sobre todo corporal, y lo convierte en un ente pasivo-receptivo. Y una fuerte mano que prácticamente envuelve todo su pene, dejando apenas el glande afuera, le da un apretón casi invalidante para, lentamente, y con fuerza extrema, comenzar a mover hacia arriba y hacia abajo. La descarga eyaculatoria no demoró mucho, la misma Elizabeth limpió, con toalla Nova de doble hoja, todo rastro para no manchar la parte interna del saco. Ella hacía un uso extensivo de ese papel que incluía, además de la vida doméstica, la vida laboral y afectiva. Comentario que ella hizo mientras limpiaba. Luego de lo acontecido Elizabeth Portentosa se quedó dormida de inmediato, mientras que Chucho Velázquez casi no durmió por una especie de sensación de sorpresa o algo análogo; no lo sabría hasta mucho más tarde. Porque si bien algunas de sus pretensiones habían tenido lugar, hubo otras que quedaron in the way.

Al día siguiente el ruido del mar era un espectáculo ensoñador, aunque también amenazante, reminiscencia que padecen los que viven pegados a la costa, sobre todo cuando han tenido que soportar sus salidas. Un mar sonoro, bravío, mortal. Elizabeth sentía la pulsión poética en forma muy viva, enfrentada al estímulo del mar. Su acompañante, en cambio, no podía abrir los ojos. La mañana estaba hermosa, eso al menos comentó para sí misma Elizabeth Portentosa, tratando de despertar a Chucho Velázquez, que no había pasado buena noche. La playa no estaba más allá de treinta metros y Elizabeth se dedicó a pasear por la orilla a la espera de que Chucho Velázquez se repusiera.

A la hora apareció con la tabla de surf y con un ánimo que no mejoraría mucho con el transcurso de las horas. Él trataría de enseñarle a Elizabeth algo de la disciplina, pero él mismo no estaba muy concentrado. Fue el entusiasmo de ella lo que salvaría en algo la situación. Hubo al comienzo una introducción teórica, luego vinieron algunos ejercicios y finalmente algo de flotación sobre la tabla, nada más.

Paralelamente, en la parte alta, ubicados tras unos quiscos, estaban el Poetiso Caldera y el Gallina Clueca, que observaban con sus anteojos de larga vista toda la operación que realizaban el surfista y su aprendiz. La misión de los observadores era recabar información que les fuera útil en relación con el tema del proyecto bibliotecario. Había que impedir a toda costa que la iniciativa en la que estaban involucrados los poeta-deportistas obtuviera los recursos que tanto habían buscado aquellos que representaban a la biblioteca municipal. El Poetiso y el Gallina suponían que este viaje a la zona en que se encontraban tenía que ver con ese asunto. Esta vez no pensaban atentar contra ellos, porque habían llegado a la conclusión de que era mejor reunir harta información sobre el adversario para una mejor toma de decisiones. El Gallina, por lo tanto, toma notitas en una libreta, anota los movimientos del enemigo. Han llegado temprano en un móvil que puso a su disposición la municipalidad y que está estacionado en los alrededores. El Poetiso Caldera se había interesado en el hecho de que los observados durmieran juntos en una carpa, han visto a la pareja vestirse con esos trajes de goma y hacer ejercicios, y meterse en el agua. Caldera había sido testigo de la performance de las nalgas y había quedado prendido del culo de Elizabeth Portentosa. “Ese culo es un portento”, se dijo para sí mismo. Y pudo comprobar que, si no eran una pareja feliz, lo parecían, al menos se veían como dos cómplices haciendo algo en común que parecía de su agrado, sin duda. El Gallina tomó fotos de todo y siguió anotando, preparando su informe al servicio de La Caleta.

A la hora del almuerzo, la pareja deja la orilla y se va a los roqueríos a buscar algún producto marino que poder comer. Los espías observan durante mucho rato la escena y son testigos de un particular almuerzo. Abandonan el lugar pasadas las cuatro de la tarde, se van a un restorán de La Boca con un viático proporcionado por la municipalidad.

Chucho Velázquez recuperó parte de su ánimo en las rocas mientras buscaban algo para el almuerzo, y hallaron algunos moluscos y un crustáceo, como en una película mala de argumento robinsoncrusoniano. Encontraron una jaiba y Chucho Velázquez se atrevió a sacar un picoroco en una zona de rompiente. Cocinaron ambos alimentos en una ollita que llevaban.

El gran temor que tenía la asociación de amigos que se agrupaban en torno a la biblioteca era una legislación nueva sobre bibliotecas públicas que podría implicar perder recursos, porque, al parecer se iba a privilegiar la repartija de esos recursos en varias instituciones y no en una grande como se solía hacer. Por eso el Poetiso Caldera y su gente tramaban, entre otras cosas, generar varios proyectos micro bibliotecarios en juntas de vecinos y centros culturales e instituciones análogas, para controlar esos recursos. Ellos estaban siguiéndole los pasos al gremio de los poetas y sus aliados, porque suponían que estaban al tanto de esa nueva ley, por ende, se imaginaban promoviendo nuevas bibliotecas en todas las localidades cercanas para acaparar los recursos. En todo caso no era claro o no estaba decidido dicho cambio en la legislación cultural. También se rumoraba que las bibliotecas serían intervenidas por el Estado para entregárselas a empresas privadas que debían autofinanciarlas creando unidades de negocios aledañas.

Mientras almuerzan los productos del mar, Chucho Velázquez pretende establecer una conversación de tipo intimista, quiere indagar o saber qué sintió Elizabeth cuando pasaron la noche, el porqué de su actitud. Partió por agradecerle la “pajita”, así la llamó. Ella le comentó que no era nada, que por un amigo urgido era lo menos que ella podía hacer. Él le plantea que, en ese caso, hubiera preferido una mamada. Y ella le responde que además de ser algo muy íntimo es muy aparatoso y complicado, recibir en la boca un chorro de semen. Él le consulta de inmediato, para que no se le pierda el hilo de la conversación (porque está un poco nervioso), que por qué no aceptó la posibilidad de la penetración, que él anda con una caja de condones, pero ella insiste en el tema de la intimidad y de la situación afectiva, que para ella esta cuestión de la penetración es una escena más complicada de lo que se cree y que no quiere tomarla con tanta ligereza, y que no se trata de estar asumiendo posturas que impliquen el seguimiento irracional de órdenes que dicta una moda o un código conductual, que hay que asumir que es un acto muy parecido al de las excreciones y que, por lo tanto, necesitan de un área o zona específica de ocurrencia. En el fondo se trataría de algo levemente asqueroso, así que debería darse con una piedra en el pecho porque se lo reemplazó por una paja cuyo chorreo le manchó algo más que la pura manito usada para tal maniobra, y que la disponibilidad de su culo era un tema que ella abordaba en su poética, por lo tanto en sus textos poéticos había más información al respecto. Ella solía andar con sus textos para venderlos en su mochila y, de hecho, aprovechó la ocasión para venderle uno a Chucho Velázquez. Éste no podía dejar de hacer esa inversión. La comercialización de tal producto se hizo en pleno almuerzo. Y Chucho Velázquez hojeó su compra y leyó una introducción que no entendió mucho, firmada por una mujer que le sonaba en el ambiente cultural nacional y que presentaba a la autora, hasta en cierto sentido la alababa. Procedió a leer el primer poema, un poco obligado por las circunstancias. El libro llevaba por título Cuerpos sin culo. El primer poema, que más que un título abría una zona temática, se llamaba “Cerraduras sin hoyo”, lo que de algún modo hizo reflexionar a Chucho Velázquez, que al leerlo exclamó: Ah, chucha. Algunos de sus versos daban cuenta de ciertas procesualidades en que los sujetos, hombres y mujeres, se ven envueltos para constituirse como tales. De muestra un botón:

 
Oquedades dispersas cacarean vientres amordazados
teorías de la ilusión generan figuras enajenadas
y por la ventana de un cuarto trasero
escapa el deseo.
 


Y dejó de leer, y Elizabeth Portentosa, la poeta, no le hizo la pregunta que parecía de rigor, algo como ¿Qué te pareció? En cambio, ella apeló al ruido del mar que era inquietantemente hermoso. Y en ese mismo instante ella procede a quitarse la ropa y quedar completamente desnuda, paradojalmente, sin que hubiera alguna causa para ello. Ella expresó, luego, el deseo de tomar un poco de sol y se tendió de espalda. Él le comenta, muy inquieto, que lo que acaba de hacer es muy perturbador para él. Ella lo insta a controlarse y a superar la inmediatez, así llamó Elizabeth a la erección instantánea que lo aquejó dolorosamente. En ese instante Chucho Velázquez se metió a la carpa con aspecto de angustiado, advirtiéndole a Elizabeth Portentosa que iba a proceder a masturbarse en su interior. A los pocos instantes ella comenzaría a escuchar estrangulados quejidos que provenían desde el interior de la carpa. Elizabeth se apiadó de él, de su dolor y de su angustia, corrió a la carpa y le propuso que mejor se masturbara metiéndole la punta de su pene en la vagina, que ella era capaz de soportarlo para que no sufriera de ese modo. Pero justo al ingresar a ella fue sacudida por una eyaculación que le dio en pleno rostro, y que ella interpretaría como de carácter precoz y él como un coito interrupto.

Elizabeth Portentosa no aprendió a surfear y Chucho Velázquez no pudo consumar su deseo, pero aún así conformarían un equipo de trabajo que daría de que hablar. Parte de la escena fue observada por los investigadores de La Caleta, la imagen de Elizabeth desnuda alrededor de la carpa, y luego tomando el sol, los enmudeció y hasta se podría decir que los entristeció. Entre ellos no se hicieron comentarios, el Gallina Clueca miró asustado al Poetiso Caldera, como queriendo explicaciones de alguien que suponía sabedor de esos temas cochinos.

 

Marcelo Mellado (Concepción, 1955). Reside en la ciudad puerto de San Antonio. Fue agricultor y profesor escolar básico. Es autor de los libros de relatos El objetor (Cuarto Propio, 1998), Ciudadanos de baja intensidad (La Calabaza del Diablo, 2007, Premio de la Crítica UDP), de la antología Armas arrojadizas (Metales Pesados, 2010), así como de las novelas El huidor (Ojo de Buey, 1992), La provincia (Sudamericana, 2000), Informe Tapia (La Calabaza del Diablo, 2004) y La hediondez (Alquimia, 2011). Actualmente es columnista en algunos medios de prensa como The Clinic y Punto Final.