No. 144/CRÓNICA

 
Estación Cuemanco


Gerardo Antonio Martínez Vázquez
Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco



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En un apresurado artículo, Javier García-Ga­lia­no definió a los gasolineros como el gremio más pueril de todos los que ha conocido. Pa­la­bras más, palabras menos, decía que así como los de Tacubaya son pleiteros, los empleados de gaso­li­ne­ra no desperdician el mínimo descuido para tentarse el culo. Nada de esto es falso. Hay de todo. Tan es así que algunos son borrachos y putañeros, mas también los hay atentos, trabajadores leales y románticos.

Óscar Melo, con casi veinte años en el gremio, per­tenece a la última categoría. Con un metro sesenta de estatura, moreno y de espalda ancha, cualquier des­pis­tada creería que Erasmo Catarino (última revela­ción de La Academia) les ha llenado el tanque de gasolina. Sí, el que viste y calza, el que canta el tema de "La man­za­nita" les ha obsequiado una sonrisa y deseado un feliz via­je. Un tipazo con olor a pueblo. Erasmo y Óscar Me­lo son almas gemelas: amantes de la música ver­nácu­la, de cuna campirana y sobre todo bohemios. Su apodo, sin embargo, no es el mismo. En la Es­ta­ción de Ser­vi­cio Cuemanco todos lo conocen como el Chocorrol.

Esta noche cubriremos el tercer turno. Es el más di­fícil y pesado, también el más riesgoso. La cita es a las nueve y media de la noche. Algunos nos adelantamos para tomar una merienda en la cafetería am-pm. El grupo lo formamos Manuel Cárdenas, alias el Chan­guis, el compañero Chocorrol y yo.

Apuramos la merienda y nos dirigimos a los ves­ti­dores.

Diosas de casillero

21:45 hrs. Presiono sobre el buril y suena el ¡tack! que marca la hora en las tarjetas de asistencia. Cuarto para las diez. Tres veces ¡tack! y el reloj nos amarra a su premura desde este instante. Atrás que­da­ron los za­patos tenis y los jeans, la chamarra de pa­na y la pla­ye­ra con anuncio veraniego: Malinalco, Ixta­pa, Za­ca­tecas. Ahora luzco botas antiderrapantes de suela roja y con casquillo. La ley del más chavo se impone y en el ove­rol cargo los trebejos del grupo. Me dirijo a los dis­pen­sadores de diesel cuando siento una bo­rrasca helada que me cala en todo el cuerpo. De re­greso en el vestidor sa­­co mi chaleco de borrega tipo Malboro y antes de echar candado me persigno ante mi altar de casillero. La vir­gen morena no tiene re­ta­blo y cada quien la sus­tituye con cromos de variada pin­ta. Güeras, pelirrojas, tri­gue­ñas y hasta orientales sustituyen a Tonantzin. Por mi parte le deseo dulces sueños a Jessica Alba. Ella, pe­se a la suerte que la re­dujo a simple afiche, vigila mi mo­rral para luego dedi­carme un guiño que le sé fin­gi­do.

No me engañas, tonta.

Pactos entre caballeros y golpes de rufianes

22:00 hrs. Es un conductor cuatrojos y de melena blan­ca. En un principio lo confundí con uno de esos french que acostumbran asomar la lengua en perruna com­petencia de frivolidades. El Chocorrol apunta cifras de los dispensarios de la isla 2. Yo hice lo propio en la isla diesel y el conductor cuatrojos me hace señas pa­ra preguntarme: "¿A qué hora, mano?" Le explico que estamos en el cambio de turno y necesito autori­za­ción. Ésta llega pronto por medio de las bocinas de la estación. Atiendo al cliente y cuando llega la hora de cobrar saca de su pantalón una valera, la sacude ante mis ojos desde el interior de la cabina y dice:

—¿Ton's qué, moreno? Vámonos al diez por ciento, ¿no?

En las estaciones de servicio existen dos clases de mo­vidas. A unas se las considera desleales y tra­pe­ras: el bombón y el fantasmón. La otra clase equivale a un pacto entre caballeros y se necesita la proposición y complicidad del cliente. Esta movida no tiene nom­bre pero la llamaremos diezmo, por su caridad cris­tiana.

El bombón consiste en no marcar en ceros el ta­ble­ro (00.00). Por ejemplo: un automovilista consume cien pesos, el cliente que le sigue pide doscientos, en­ton­ces el despachador pone cara de menso y sim­ple­men­te no marca el tablero como corresponde. El consumo del in­cauto inicia entonces desde los cien (100.00), al lle­gar a los doscientos (200.00) ignora que sólo tiene la mitad de lo que pidió. Sin contar la propina, el des­pa­chador se queda con un ciego (¡100 pesotes!). La víctima se va con un feliz e ingenuo piquete de ojos, sin olvidar corresponder a la sonrisa perversa de su vic­ti­mario: gracias y regrese pronto. Las presas más vul­ne­rables son las doñas -máxime si ponen más atención al celular que a las preguntas del em­plea­do-, pa­re­jas imitadoras del dueto Pimpinela, pa­rran­deros y el que se deje.

punto de partida 144 Sin temor a herir susceptibilidades y con apego a la verdad suprema me doy licencia para decir que se ne­cesita ser más bruto para estar entre las víc­timas del fantasmón. He aquí una recreación: una joven de buen ver y ojazos tapatíos llega a la estación y pide al em­pleado que le revise el nivel de aceite. Éste, luego de una pequeña pantomima, dice a la muchacha que su motor está chorreando lubricante (je, je), le pide que des­cienda del auto para que vea con sus propios ojos el desperfecto. El bellaco, que no desaprovecha la oca­sión para juzgar las ancas de la ingenua, hace pasar las costras de cochambre y mugre por apremiante fu­ga. Entonces hace que el motor se trague el primer li­tro. El atento empleado pide a su clienta que apriete el acelerador para que así el aceite corra en el sis­te­ma. Después alega que hace falta un litro más, ella acepta sin chistar pues está en manos del experto. El experto corre por otro bote de aceite y pide que mien­tras va­cía su contenido la clienta acelere a me­dia pata, sua­ve­cito. El em­pleado destapa el bote y sin violar el sello (¡importantísimo!) hace como que hace su trabajo y acompaña el lance con sonidos guturales que ase­me­jan el correr del liquido: glu... glu... glu... "Todo lis­to", dice. Envuelve a su víctima con ex­pli­ca­ciones en las que mezcla palabras como cremallera, ci­güe­ñal, al­ternador y sangre nueva para su motor. Ella es­cu­cha con un dedo en medio de los labios, paga los dos bo­tes y por propina le deja una sonrisa coquetona y piz­pireta. Él, no conforme con haberla estafado, le chulea los lindos ojos tapatíos y le desea un feliz via­je. El au­to se aleja, el empleado pone el bote usado en la basura y el íntegro alcahuete en la aceitera; el efec­tivo del pri­mero va a la cuenta y el dinero del segundo va al bol­si­llo del más vivo. Sin saberlo, la ingenua ja­lisquilla acaba de ser víctima del fantasmón.

Moraleja: desconfíe del despachador que ofrezca acei­tes, anticongelantes y demás yerbas como si el ne­gocio fuera suyo.

Regreso a la realidad y Cabeza de french poodle me mira sin soltar el fajo de vales.

—Órale, güey, ¿sí o no?

Cabeza de french poodle deja de ser tal y se con­vierte en un respetable ciudadano y estimado cliente.

Existen estaciones en las que se cambian vales por efectivo sin ninguna complicación, pero la Estación de Servicio Cuemanco es una casa decente, medio pro­vin­ciana y ñoña. Por lo tanto, están prohibidas tales tran­sac­ciones. Pero los vales son cosa de niños, pues el verdadero golpe está en tarjetas Accor y Effec­ti­card. Las terminales móviles de cobro son sencillamente una maravilla. Suponiendo, sin conceder, que cabeza de french poodle haya consumido quinientos, no me resta más que cobrarle el doble. De este modo queda cu­bier­to el gasto neto y sobra otro tanto, es decir, otros qui­nientos pesos. De éstos tomo el diez por ciento y el resto se lo entrego en efectivo al cliente. Nuestros prin­cipales socios son repartidores de repostería, agentes de seguros, vendedores farmacéuticos, conductores de autobuses escolares y chavos fresas que tomaron la tarjeta prestada de sus padres.

Con estas mañas, quién podría dudar que un vocho es capaz de cargar mil pesos de gasolina. Cliente y de­pendiente pueden desafiar de la impenetrabilidad con sólo tener en sus manos la maravillosa tarjeta de co­bro, varita mágica en los finales de quincena.

Grítenme piedras del campo

00:20 hrs. Hace veinte minutos dejó de ser ayer. El trabajo se relaja lo suficiente para hacer la cuenta pre­liminar de las propinas. Alguien saca las tortas de ja­món, otro fuma un cigarrillo en lo más oscuro de los vestidores y uno más (según palabras de Quevedo) des­come lo ingerido en la mañana mientras busca man­chas en las cenefas y los azulejos. A partir de ahora el trabajo será intermitente, tan espaciado que nos tur­naremos la atención del cliente.

Las veladas constan de dos grupos. Uno pertenece al turno de la mañana y el otro -el nuestro- al ves­pertino. Manuel Hernández -el Rodwailer- se ha­ce cargo de la isla 1. Lo acompañan don Benja y Nicolás Acosta, alias el Guaguá. El apodo le vino por una pé­sima dicción que el lector ya puede imaginarse. Mi grupo se hace cargo de la isla 2 y de los cuatro dis­pen­sarios diesel, que zumban como moscardones en lo más alejado de la estación.

El Chocorrol decide que es momento de lavar el vie­jo Spirit dorado. Arranca el auto, lo mueve de la ban­queta que le sirve de estacionamiento y lo dirige a la isla de diesel. Éste es el mejor lugar para darle ser­vi­cio. Ha encendido las bocinas, que desgarran el mu­tis­mo de la noche con estrofas que anteceden al rugido del motor: "Soy como el viento que corre alrededor de este mundo / Anda entre muchos placeres / Anda en­tre muchos placeres / pero no es suyo ninguno."

El gremio gasolinero, al menos en Cuemanco, tie­ne eso que los marxistas llaman conciencia de clase. Cuan­do recuerdan mutuamente su condición de semia­sa­la­riados lo hacen con una frase llana y no exenta de sinceridad: "Eres gato", dicen. Y no conformes con ha­ber humillado al de su mismo escalafón, rematan con un somero "miau".

Es fácil imaginar la cantidad de dinero que pasa por las manos de un despachador a lo largo de su tur­no. Pero sólo tienen el placer de acariciar dinero aje­no pues, como dice la canción: "Anda entre muchos pla­ceres / pero no es suyo ninguno."

Éste es un buen pretexto para describir la historia que envuelve a los trabajadores de la Estación Cue­man­co. En el 95, el hijo de don Enrique de Hita, due­ño de la estación, estudiaba en el Tec de Monterrey. Allí co­noció al hijo de un acaudalado empresario ga­so­li­ne­ro. Éste le dijo dónde estaba el business y a principios del 96 don Enrique se había hecho de un permiso de Fran­quicias Pemex. En el 97 se cortó el listón y los más reco­nocidos gasolineros se emplearon (con todo y fra­ne­la) en lo que prometía ser un jugoso negocio. El com­plejo de servicio consistía en cuatro islas que su­minis­tra­ban Magna, Premium, y la más surtida va­rie­dad de Bar­dahl, Quaker State y melcochas Mexlub para los austeros; si los viajantes tenían antojo de un snack podrían en­contrar de todo en El Vitral de las Flo­res. Este mi­ni­sú­per merece mención aparte, pues está formado, casi en su totalidad, por un colorido vitral con escenas bu­có­li­cas, marcos emplomados y una cú­pu­la en forma de in­vernadero. No dude en visitarla cuando pase por allí.

Hasta el año pasado los mejores clientes de El Vi­tral fueron los empleados. Tanto así que allí se cons­piró una huelga que nunca llegó a ser. Durante los primeros cuatro años, los empleados del señor De Hita vivieron un armónico manjar de tolerancia y ca­mara­de­ría. Los administrativos -bastante numerosos si se toma en cuenta que el patrón controla todos sus nego­cios desde allí- se iban de parranda con los jefes de isla; cada año se partía la rosca de reyes y nadie de­la­taba al organizador de las prohibidísimas tandas. Pe­ro como dice el proverbio orwelliano: "unos eran más iguales que otros". Los administrativos, con todas las de la ley, gozaban de las prestaciones que los des­pa­cha­dores anhelaban; estos últimos debían además pa­gar a diario diversos cobros y cuotas. Poco a poco se fue ge­nerando hostilidad por parte de los em­plea­dos de con­­fianza y exigencia de los trabajadores de base.

Una mañana de febrero de 2003 al despachador Er­nesto Jiménez se le pidió la devolución de su gafete: estaba despedido y se le ofrecía una simbólica liqui­da­ción, misma que rechazó mientras trataba de re­pri­mir el llanto y la ira. Durante toda la mañana los clientes habituales vieron a quien conocían por el Pecas ca­mi­nar a lo largo de la rampa de entrada a la estación; en la ma­no levantaba una cartulina de protesta: exigía cono­cer las causas de su despido y, de paso, denunciaba los abusos que se cometían a diario. Pero los ad­mi­nist­ra­tivos ignoraban que el Pecas tenía un paso adelante, pues él y otros trabajadores de base, previendo las con­secuencias, llevaban varios meses afiliados al Frente Auténtico del Trabajo.



02:35 hrs. Es momento de hablar del Changuis. Ma­nuel Cár­denas lleva trabajando en la estación desde el día de la inauguración. Los años lo han hecho algo des­con­fiado, pero su charla es sincera. Fue el primer jefe que tuve, pues cuando ingresé a la estación me in­te­graron al grupo que componíamos don Trini Pé­rez, Cár­denas y yo. El Changuis es delgado, pero con un vientre que alguien calificó propio de perro tri­pón pa­rado en dos patas. Sus gestos son casi con­vul­sivos: abre y cie­rra los ojos, echa el cuello para atrás y luego ade­lan­te, se acomoda y sube el cinturón a la menor provoca­ción.

Entre los dos tallamos el área de diesel. Me cuenta que los trabajos nocturnos se impusieron desde que la contadora descubrió que los miembros de este turno se relevaban en el cuidado de los dis­pen­sarios. Unos aprovechaban el tiempo para dormir en la oficina -lo que más escandalizó a la contadora fueron las boto­tas arriba del escritorio-, otros leían el Récord, y los más vivos apantallaban a las cajeras de El Vitral con sus dotes de bel canto. "A Duvalín no lo caambio por naaada", era la estrofa que cantaba el Ruso, el vigi­lan­te anterior, en el momento exacto en que la conta­dora entró a la tienda.

El Chocorrol cerró la isla 2 y talla al mismo ritmo que nosotros. El Rodwailer no desaprovecha la opor­tu­nidad y manda a sus chalanes a lavar el estacio­na­mien­to de la tienda. Quiere toda la isla para él solo y por algo recibe tal apodo: por chaparro, trompudo y perro. Don Benja y el Guaguá son de carácter débil y obe­de­­cen sin reclamos.

 

 

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Ilustraciones de Paula Ivette Ávila Rodríguez, ENAP-UNAM

 

 

La rueda de la fortuna

04:17 hrs. El gasolinero tiene de dos sopas: o le son­ríe un arcángel o el demonio le hace morisquetas.

No todo son tragedias, desencuentros laborales y oje­rizas entre los empleados. También están las bie­na­ven­turanzas y los golpes de suerte. Más de un despachador ha encontrado cariño con alguna clienta que decidió saltar del volante a los brazos de un auténtico tipo ru­do.

Cuentan que Janis Joplin se encamaba con tipos ras­pas, del barrio, sin oficio ni beneficio, para demostrar que nunca se había olvidado de la banda. El más afor­tunado en estos lances en toda la estación es el Cha­pi­tas. Cuando ve llegar una clienta de buen ver da brinquitos de emoción y se patina como pingüino pa­ra dejarla complacida: "¿Le checo los niveles de las llantas, señorita? ¿Se le ofrece algo de la tienda?" Tie­ne el arrojo de Pedro Infante y Luis Aguilar en ATM.

Por desgracia, no todos cuentan con la misma suer­­te. Los más jóvenes tienen oportunidad de desbordar cier­to sex appeal, siempre y cuando se comporten y se vistan de la forma adecuada. Las manos callosas y sucias pue­den ser repulsivas para cualquier mujer, pe­ro si el dueño de ellas es joven, espigado y aseado pese al trabajo que desempeña, tiene un pie dentro con una clienta en busca de áijale.

Cuando se presentan trajines vespertinos, los jóve­nes despachadores pueden lucir sus fuerzas y su por­te. Con las mangas dobladas, guantes de carnaza y una herramienta en mano (supongamos una llave Steel­son), sólo les resta caminar con cierto garbo, des­po­jarse de los gogles y limpiarse el sudor con el dorso de la ma­no. Las clientas jóvenes voltearán a verlos ine­­vi­ta­ble­men­te. Los candidatos a donjuanes pueden co­menzar el lance con una caída de ojos y una sonrisa furtiva (abs­téngase chimuelos). Existen casos en que el peep show va tras el volante. Porque sí, aunque yo no lo creía, los exhibicionistas existen. En la estación era pro­ver­bial­mente estimada la conductora de un Tsuru do­ra­do. Era joven, delgada, aunque salpicada de acné por todo el rostro. Le pusieron la Nescafé, pues está he­cha a base de puro grano. Pero, como decían vulgar­mente, si la cara era de grano, el resto del cuer­po era pura galleta, es decir, que no le dolía nadita. Me ha­bían hablado de ella, como precaución para que no me aga­rrara en curva. El día menos esperado se aparcó en mi isla un Tsuru dorado. Caminé hasta la ventana del pi­lo­to y di las buenas tardes. Era ella: ¡la Nescafé! El cuer­po se me hizo de gallina a causa de su micro­mi­nifal­da. Hice de tripas corazón y la atendí como a cual­quier cliente. Entregué las llaves, me pa­gó y, ha­cién­dose de la boca chiquita, me obsequió una son­ri­sa seudo­ino­centona.

—Hiciste lo debido -me dijo don Trini, que se­ma­nas antes me había sermoneado con eso del res­pe­to a la pareja.

—¿Y qué fue lo debido? -pregunté.

—Como todo caballero, no dudaste en hacerte pen­dejo-, respondió.

Nadie me había felicitado y pendejeado al mismo tiempo.

 


04:50 hrs. Llega un auto deportivo con la farra des­bor­dante. Los que no están trobos llevan ya media es­to­ca­da. Son cuatro y el que va al volante tiene en la sangre un grado más de metanol. Todos ríen y el co­pi­loto pide tanque lleno. Tomo la mamila (los neófitos le llaman pis­tola de gasolina) y la introduzco al receptáculo. Los clien­tes no han dejado de mirarme. Sé que traman al­go. El Chocorrol me observa desde la puerta de los ves­tidores y se acerca con paso disimulado. Ya a mi lado, me pregunta si me entregaron las llaves. Respondo que no. Toma la mamila, me ordena que le acerque una lata de aditivo y pone cara de pocos amigos. Los cons­pi­ra­dores se hacen los disimulados, algunos pasan saliva y otros más carraspean para ocultar su ner­vio­sis­mo. Yo permanezco a distancia prudente y con otra lata en la mano, por si se ofrece. El tanque se llena, el Cho­co­rrol cobra mientras cuelgo la mamila en el dis­pen­sa­rio y los parranderos salen como bólidos por Pe­riférico. Esta vez tuve suerte, pues de haber huido, yo habría te­nido que pagar los casi trescientos pesos de consumo.

Los asaltos bancarios son escandalosos, movilizan a decenas de patrullas y los noticieros nos recetan do­sis diarias de paranoia. En cambio, los asaltos a gaso­li­ne­­ras son más silenciosos, casi siempre de noche y de jugosos dividendos para los cacos.

La Estación Cuemanco no se salva de esa calaña. Hubo un tiempo en que el tercer turno fue víctima del Pontiac rojo. A altas horas de la noche se aparejaba el conductor, estacionaba el auto en cualquiera de las islas en función. "Tanque lleno, Premium", ordenaba. A la hora de pagar, sacaba la pistola y despojaba de la cuenta al dependiente. Ocho veces se dio gusto con la estación, dos veces los despachadores se dieron el gus­to de decirle que ya se había tardado. ¿Patadas de aho­gado o humor negro a costillas propias?*

Uno de los golpes más sonados en el medio petro­lero (sí, los despachadores también son petroleros) fue el que recibió hace varios años una gasolinera de San Jerónimo. Todo corresponde a lo contado por un pi­pe­ro de Pemex, pues ellos se encargan de despepitar lo que pasa en otras estaciones.

El tercer turno hacía el trajín de cada noche. Cerca de las dos de la mañana se aparcó una combi. Todo pa­recía normal hasta que se abrió la puerta de la ca­mio­neta y salió un comando de ocho hombres arma­dos hasta las criadillas. Los empleados y el vigilante fue­ron sometidos, se les condujo a la oficina, se les des­nudó y los asaltantes pasaron a la segunda fase de su plan: cambiaron de piel. Seis de ellos despacharon los dispensarios mientras dos más cuidaban a los cau­ti­vos y el conductor los esperaba en un extremo de la esta­ción. Durante casi tres horas hicieron y deshicieron a su antojo. Incluso se les ocurrió la idea de regalar acei­tes a los clientes: cortesía de la casa.

Cerca de las cinco de la mañana abordaron la com­bi con rumbo desconocido.

 


05:30 hrs. Los primeros relevos llegan a la estación. Unos llegan de overol, otros con ropa deportiva, ho­ga­reña, y uno que otro con ropa casual. Comienzan a despejar de mamparas a las islas que permanecieron cerradas en el transcurso de la noche.
Mientras el Changuis y el Chocorrol atienden a los últimos clientes del turno, yo lleno el tanque a uno de los tres camiones de diesel que están formados.

Pronto llegará el llamado a hacer el cierre de tur­no, haremos cuentas en la oficina, a escupir billetes en ausencia de esponjitas humectantes, a checar tarjetas bajo el buril del reloj checador. El tiempo nos libera.



06:30 hrs. Jessica Alba sigue allí, tan fresca como la última vez que nos vimos. No quiero imaginarla con em­plastos de aguacate, tubos capilares y el rugiente aliento matinal que deprime a los enamorados. Mien­tras me visto de civil canturreo la cancioncilla que en mis años párvulos sonaba en voz de Luis Miguel y Shee­na Easton: "Pero entre tú y yo no olvido el amor. / Me gustas tal como eres." Nos veremos pronto.



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