CUENTO/No. 174


 

Fecundación



Adrián Axel Velasco Gutiérrez

Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa

 

 

A Samantha

 

La cosa fue simple: me dejé ir, me fui deslizando sobre el vértice violáceo de la madrugada. Pude sentir cómo el alcohol, el ácido lisérgico y las anfetaminas me iban despojando rápidamente del peso de mí mismo. No sé por qué me sigue dando tantas vueltas la cabeza…

Recuerdo que, a eso de las cinco y media de la madrugada, absolutamente drogado, salí al jardín de la casa de Cuernavaca para tomar un respiro.

Fue en aquel momento cuando la vi en la orilla de la alberca: suspendida, balanceándose en el trampolín con el cuerpo desnudo mientras sus ojos se mantenían fijos en el cielo, como si fuesen incapaces de ignorar la delgada línea azul e intermitente que a lo lejos se levantaba en el horizonte.

Yo me quedé muy quieto, observándola en silencio, hasta que después de unos larguísimos segundos, cuando ya el azul profundo variaba de tono a uno más estridente, ella se sumergió en el agua. Entonces me fui acercando despacio a su cuerpo.

Ya estando cerca pude verla mejor. Tenía las manos verdes y repletas de venas azules, los pechos pequeños, las uñas largas, la piel irisada y las pupilas negras y dilatadas hasta lo imposible; no era la gran cosa, es cierto, mas aquel estado libidinal en que nos encontrábamos, aunado al lisérgico oxígeno que nos envolvía, le otorgaban a mi compañera una belleza más propia de una sirena mitológica que de una mujer trasnochada.

Así que nadamos juntos, trazando círculos, sin decirnos una sola palabra. Fumamos y nos quedamos mirando el cielo, hasta que los efectos de la aurora se fueron diluyendo en la claridad del día. Sólo entonces sentimos la necesidad de comunicarnos con palabras: mas algo de hermoso y elemental había en no hablarse, así que ninguno se atrevió a romper el silencio.

Entonces tomé su mano. Ella se acercó más a mí. Nos abrazamos: comenzamos a besarnos. Con un movimiento de ojos le propuse ir a una de las habitaciones de la casa… No hizo falta otro gesto para que ella comprendiese lo que quería expresarle y se incorporara, caminando hacia el interior de la estructura.

Finalmente entramos en una recámara y nos pusimos a hacer el amor. Pero lo que sucedió después es ya un poco más difícil de explicar.

06-Cuento-Velasco.jpgElla acariciaba mi espalda. Sus dedos golpeaban la superficie de mi piel como aguijones. Me besaba, me arañaba las piernas con el filo de su lengua, y todo era un acceso de placer y confusión… Fue entonces cuando distinguí este silencio enorme, rodeándonos como un espeso grito.

No se parecía en nada a aquel otro silencio que había respirado hacía unos instantes. A duras penas podía soportar ahora la tensión de este ambiente. Y es que ni siquiera mi voz tenía sustancia, pues en el momento en el que abandonaban mi boca, daba la impresión de que mis gemidos se dispersaban sin dejar huella en el aire.

Algo había cambiado. Esta hembra, flexible y alargada, que bajo el cálido influjo de la primavera había aceptado acostarse conmigo, parecía ahora practicar con mi cuerpo un rito lentísimo. Enrollaba sus piernas, hermosas y violentas, alrededor de mi cintura como una mantis. Mi carne la obedecía sumisa; a ella que me miraba fijamente, detrás de sus ojos descompuestos, desde algún sitio indefinible de su deseo.

Entonces tuve un espasmo, una mera reacción corporal. Una especie de instinto de conservación me acalambró los músculos, como tratando de zafarme de entre sus piernas, pero ella se aferró a mí hasta que logró controlarme sobre la cama, no a base de la oposición de fuerzas sino sobre el eje gravitatorio que imprimía en su movimiento.

Fue esto lo que finalmente esclavizó, más que mis músculos, mi voluntad; ella encima de mí, como un insecto en celo, agitándose, vibrando con la velocidad imperceptible del segundo, mirándome con esos ojos imposibles que no ocultaban cada una de las tensas sensaciones que la recorrían.

A punto del éxtasis volví a intentar desprenderme de aquel ser, pero ahora de una forma más decidida. Mas nuevamente mis intentos resultaron infructuosos, pues ella se sujetaba a mis hombros enterrando en ellos sus larguísimas uñas.

Yo sentía mis gritos, olía la mezcla, el olor repentino del semen eyaculado, la humedad y la sangre, pero seguía sin poder percibir uno solo de los sonidos que desgarraban mi garganta.

Fue de esta manera como después del orgasmo pasé abiertamente al pánico. Y ése fue mi mayor error, pienso ahora, pues ella notó mi miedo e inmediatamente después sufrí su reacción horrorosa: la longitud inexplicable de su mandíbula precipitándose contra mí.

En ese mismo instante, sin que yo pudiera defenderme, con la velocidad implacable que distingue a esta clase de criaturas, sentí tres mordiscos sobre el mismo sitio del cuello.

No tuve tiempo ni de sorprenderme, pues de inmediato mi cabeza se desprendió de mis hombros y se fue rodando por el piso hasta un rincón del cuarto en donde, también, yacían mis oídos.

Fue con este último aliento que pude pensar esto y ver, todavía, cómo con instintiva locura, la mantis fecundada comenzaba a devorar mis manos.


Adrián Axel Velasco Gutiérrez (Ciudad de México, 1985). Estudia la licenciatura en Letras Hispánicas. Es poeta y narrador.