No. 144/CUENTO

 
La noche del debut


 

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“Si le fallo me manda a la verga, doña... ¡Qué quiere que haga si las ‘ño­ras se meten las tortas entre las chichis y se las dan a sus morritos adentro!... Oiga, ¿y si mejor me fleto y ‘ora sí me deja subir a luchar?...”

Las órdenes de doña Concha le cayeron a Chucho como la sentencia que el anun­ciador de la Arena México tiene para los contendientes de una lucha, máscara con­tra máscara, en función de aniversario: “Sin em-pa-te, sin in-dul-to, a dos caídas de tres...”, aunque él sólo tenía un último chance para no perder la batalla en dos al hilo: evitar que la gente ganosa por ver chingadazos ajenos entrara con comida a la función del domingo.

Y es que cuando la dueña vendió su Renault modelo 60 para traer aun­que fuera a dos estrellas de la lucha libre a la Arena Coloso, también pensó en ga­rantizar la ven­ta de sus tortas de queso de puerco con frijoles. Este fin de semana, El Dandy y El Satánico eran los últimos jales que tenía para levantar la pocilga que alguna vez so­ñó cueva de luchadores veteranos, esos que cada ocho días abarrotan la taquilla.

A falta de carteles amarillentos, los encargados de siempre salieron a vociferar lo que se auguraba para la gran noche: “¡En sangriento mano a mano, directamente de la televisión!...” Para ponerle más enjundia al asunto, a Chucho se le ocurrió gri­tar: “¡Las bellísimas edecanes de la Playboy acompañando a sus ídolos: Citlalli, Zai­ra e Isabel en la Arena Coloso!”

Se acabaron los empujones, reclamos y patadas en plena calle, cuando Chucho con­testó a sus compañeros: “¿Y qué querían, cabrones, que grite que además del pinche Dandy y el otro puto van a estar los pendejos de siempre, pa' que no vaya na­die? ¿Las pinches edecanes? ¡A ver qué puta subimos, el chiste es ver nalgas...!”

 

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El domingo, para fortuna de doña Concha, la Arena Coloso veía ocupados todos sus lugares al acercarse el momento estelar. Quienes habían decidido meterse has­ta com­probar que los ídolos pisarían el tezontle y los tabiques de aquel terreno con una lo­na picada por techo, no tardaron en entrar cuando vieron a un hombre de ma­llas y guantes blancos, botas negras de charol, sombrero de copa y pingüino de ter­ciopelo negro, apoyado sobre un bastón para darle más retumbo a su sobrenombre de El Ca­ballero del Ring.

Chucho se soñaba repartiendo autógrafos como aquel ídolo, cuando un güey, de los que venían cargando la maleta y la toalla de El Dandy, le dijo: “Oye, dile a la Concha que se aguante con El Dandy, porque El Satánico no va a venir... La neta, le salió otro jale en Xochimilco y allá le pagaban el triple por salir con Los In­fer­na­les. El otro pendejo dijo que sí venía y ai'stá adentro.”

La calentura luchística de todos los aficionados obligó a doña Concha a acceder a las súplicas de Chucho para subir al cuadrilátero en el encontronazo estelar. Des­pués de todo, nadie había protestado porque nunca llegaron las edecanes de la te­le­visión y un luchador famoso ya esperaba su turno en los vestidores. “Conste, pendejo, ¿eh? Nomás te rajas y a la chingada. A'i dile al de cabina cómo quieres que te anuncie. Yo le digo al Dandy que no se manche...”.

Sólo faltaba una lucha de eternos novatos para que su sueño de alcanzar la glo­ria de las lonas se viera cumplido. Así que se olvidó de su puesto de esculcachi­chis en la entrada, para decidirse por un nombre de batalla que lo hiciera ver como un chingón de la lucha libre. De todas formas, cada ocho días cargaba el atuendo que algún día juró utilizar en la noche de su debut.

“La arena estaba de bote en bote, la gente loca de la emoción...”, escupía la bo­cina para abrir paso a los contendientes semiestelares. En eso, recordó que un lu­chador estrella necesita una canción que lo haga inmortal, como El Perro Aguayo y la “Marcha de Zacatecas”, que durante años sonó por todo el mundo anunciando el arribo de El Can de Nochistlán.

Chucho no iba a permitir que el conjunto África, con la misma canción de cada ocho días y de cada lucha en la Arena Coloso, le abriera paso en ésta, su noche. Así que de su disco compacto titulado Lo más perrón del norte, escogió “Jefe de jefes”, para que Los Tigres del Norte comenzaran a promoverle el respeto a su mote: El Súper Narco I.

punto de partida 144 Arriba del ring, El Dandy apachurraba las celulíticas configuraciones rollizas de las hijas de doña Concha, para la foto del recuerdo con las tan prometidas ede­ca­nes en tanga. Fue entonces cuando las luces se volvieron a apagar y la desnutrición —disfrazada con un pasamontañas color carne, pantalones y gabardina de hule, sombrero vaquero y botas dignas de un remate de ropa usada— apareció al ritmo no del “Jefe de jefes”, pero sí de unos versos de la Banda Machos, más o menos así: “Unos lo tienen gordo, otros lo tienen flaco, unos lo tienen más gordo y otros lo tie­nen más flaco. Unos lo tienen blanco, otros lo tienen negro, unos lo tienen más blanco y otros lo tienen más negro... ¿Por qué será que a las mujeres les gusta tan­to, ese bi­gote que está de moda desde hace tanto?” Y es que, de la emoción, a Chucho se le olvidó que la canción número uno de su disco compacto era un intromix que los pro­fesionales de la piratería hicieron para batir todas las melodías. Así que “¡la siete, la siete!” que indicó a los del sonido, era en realidad la canción número ocho.

A fin de cuentas estaba arriba, apadrinado por un veterano de los enlonados que había llenado la arena para que Súper Narco I hiciera su aparición. Cuando Chu­cho se despojó del sombrero, la Banda Machos seguía cantando:

“Unos lo tienen lindo, otros lo tienen feo, unos lo tienen más lindo y otros lo tie­nen más feo. Unos lo tienen largo, otros lo tienen corto, unos lo tienen más largo y otros lo tienen más corto... ¿Por qué será que a las mujeres les gusta tanto...?” Y las luces se encendieron en el campo de batalla. Las edecanes bajaron con todo y los atuendos de los dos gladiadores, ajustándose la tanga y sin dejar de mandarle be­sos al Dandy y a los aficionados, desgañitados por el grito de: “¡Piernas de chi­cha­rrón! ¡Quiero chicharrón!”, para las guapas.

Para sorpresa de todos, El Súper Narco I por momentos dominaba a su opo­nen­te. Le entrecruzaba las piernas y ambos se convertían en verdaderas trenzas hu­manas que dividían los gritos del público. El nuevo rudo le doblaba el espinazo al Dandy, sentándosele arriba de las nalgas, cuando de pronto un aficionado gritó, re­cor­dan­do a los Machos: “¡Chíngatelo, pinche Dandy, o la Súper Verga se te clava en el culo!”

La carcajada fue general. Y es que el pasamontañas de Súper Narco I era más grande que su cabeza, por lo que la parte de arriba le quedaba flácida y en forma de un capuchón color carne, semejante a un prepucio. Los rudos sin guante negro co­menzaron a sazonar todavía más el combate con gritos como: “¡Hácecela, mi Súper Toletote! ¡Ese pinche Dandy es señorita, Tolete Vengador! ¡Acábalo de picar, mi cho­rizo toluqueño!”

La gente era presa de la euforia; el ambiente se tornó cálido y familiar. El réferi disimuló, pero ni el mismo Dandy se aguantaba la risa ante los nuevos nombres de batalla con que la gente bautizó a aquel hombre de brazos raquíticos y piernas de sa­po parado. Entonces, el nuevo ídolo de la Arena Coloso, orgulloso de que la gente por fin lo tuviera en su memoria luchística, comenzó a adoptar poses de toro, dis­puesto a embestir con los cuernos a su rival.

En un ir y venir de graciosos topes para El Dandy, una señora chimuela —que como podía masticaba cacahuates— aconsejó al técnico: “¡Chúpate esa cabezota para que ya se venga semejante pitote!...” Una cachetada, otra, y otra más. Gala de llaves, lances suicidas y buenos trancazos en el entarimado. Se acabaron las tor­tas de frijoles, las cervezas, los huevos partidos y los cueritos con chile.

Cuando por fin terminó la lucha, el sudor de ambos contendientes arrancó el aplau­so del respetable. Súper Narco I observaba la fila para las fotos instantáneas con el luchador favorito. Terminando de recoger las monedas que volaron hasta el ring y después de firmar una buena tanda de autógrafos, juró que El Tolete Vengador iba por la grande: La Arena México.

     

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Grabados de Mario M. Reyes

 

Norma Irene Aguilar Hernández (Ciudad de México, 1982). Estudió ciencias de la comu­ni­ca­ción en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Obtuvo el primer premio en cró­nica en el Concurso XXXVII de Punto de partida. Ha publicado cuento y crónica en Punto de partida y ha colaborado con la revista Fem. Actualmente prepara una investigación pe­riodística de la historia de la lucha libre femenil en México y escribe una sección sobre luchadoras en la re­vista Box y Lucha.