POESÍA DOMINICANA ACTUAL/No. 171


 

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Santiago, 1984



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Amanece de nuevo, y la leche tibia se agota como el sueño y la juventud. Escucho la locura que se sucede colorida bajo el cristal y la caja negra del asfalto, pero no siento el aire internarse en mi sangre. El día cojea frente a mi puerta. Tantas máscaras en la caja. Tanta oscuridad iluminada.

Nada ya espero de la noche o la luna, el viento tampoco traerá nada esta vez. Incluso la luz huye bajo mi silencio, antes se prolongaban otras cosas bajo su cuerpo.

A esta hora el ángel terreno se despoja de las alas y cubre de tierra sus manos. Su voz cuelga entre pieles de faunos. Dije faunos, y el sabor de la palabra es como cadáver perfumado.

Todo me sabe a cadáver, a los restos del ayer o la sequía. Al secreto incendio que chamusca las carnes y los papeles del futuro. Ahora debería emprender la escoba y el agua, soltar la voz prestada del ángel y cubrirme de tierra toda, para convertirme en el polvo que soy bajo la esfera solar.

He dejado pasar la mañana en silencio, sin mancharme de tinta. Emprendí la escoba y me bañé de tierra. Ahora retomo mi voz colgada y canto el despertar de mis dedos.

El calor me sostiene como las figuras de hielo buscan su columna en el agua, en el frío y la niebla.

El calor me sostiene y se perpetúa en el sopor de la silla donde me siento, o en aquélla, donde pendulamos enredados, fundidos en la fiebre del roce.

El sol muestra todo su rostro, toda su astralidad manifiesta y cortante como la navaja o el espejo. Algunos puntos rojos en el jardín mantienen su nombre, soportan su vida. Y la brisa los palpa como se acarician los nietos desde la cama de un hospital. Hay un sendero inmóvil y cuarteado, salteado de la amarilla distancia de la semana anterior y del verde disfrazado de la salud y la fortaleza falseada.

Espero algún eco conocido, algún retoño de palabras o balbuceos coherentes que me devuelvan el vuelo o coloquen un poco de tierra en mi pelo, quién sabe qué rastro de flores funerarias decida adornarme pronto e impregnarme su aroma blanco de cemente rio y huesos.
Pero todo está verde. El suelo, la calle, el rincón donde guardo las lágrimas y mis manos se van coloreando con el correr de los apóstoles. Han vuelto a contar. Uno. Dos. Tres. Cuatro…
Una cinta, pequeña, frágil, sonríe naranja al lado de mis pulmones, pero secretamente, para que no la escuchen los puntos rojos del jardín y mis manos verdes. Los pies son un lujo excesivamente cotidiano y terreno.


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Vuelve a amanecer en estas paredes opacas de lejanía. La luz se refleja bulliciosa a cuatro paredes negras. También yo amanezco y me repliego a esta silla donde las palabras se me desbordan por todos mis orificios.

Pero la gente insiste en colorear la semana con sus esperas salobres y sus miradas monótonas. Y la calle se rebosa en los mismos huecos vacíos de promesa, en la misma esquina de dudosa reputación.

A veces yo me detengo a esperar la noche con la piel seca. Cuento la arena celeste y me sumerjo ingenua… y ya no recuerdo dónde.


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El carnaval es la norma de turno. Asistimos bajo máscaras a esta fiesta sospechosa y sospechada. Nos vestimos con las previsiones: túnica blanca y alas postizas (el halo y la sonrisa angelical han caído en desuso). Danzamos sigilosos al son decretado. Nunca por miedo. Sólo un diáfano terror al vacío.

Entonces los ángeles y los terrenos se agitan al unísono. Apenas alcanzo a presentir el mestizo que sonríe todavía.


Desahogo de noviembre con lluvia


Se nos van los días entre cables, nombres y dolores postergados. El color de la rabia nos cubre las heridas. Llueve en este noviembre quinto, el agua cae con dulzura, amortiguando los besos que no duelen por inexistentes. Este noviembre que adoramos con devoción inmensa, con agua salada y frutas dulces, se agota en voces que niegan y confiesan, tirando por jirones las pieles que se extrañan y se buscaron en otro tiempo inverosímil, guardado con alcohol en las costillas. Hay fríos que nos esperarán, calles que sólo/nunca existirán para nosotros, que brillarán sus luces para los cuerpos que fuimos y que aún dudamos en abandonar. Paredes que nunca delatarán nuestras sombras en mutación dinámica. Ni siquiera la perra azulada dirá que custodió bailes sentidos con los pies y las manos, nunca contará de las lenguas que hablaron idiomas sólo conocidos por deidades creadas al momento.

Todo quedará sepultado con rosas amarillas bajo un banco de parque y brisa de autobús rondando el llanto último. Serán dichas las palabras y los números que siempre sumará inalterables nuestro destino, regresaremos alguna tarde salobre a los pies de un dios marino que con su tridente rozó corazones moribundos. Miraremos nuestros ojos como buscando un detalle conocido. Y ese día, noviembre y su lluvia volverán, promesa de cenizas que hago en el imposible.


Cinco de febrero

Estoy aquí, frente a las imágenes de un eterno en pieles, labios y la sangre inundando nuestros ojos, las calles oscuras y llenas de la luz de nuestras pasiones, la Plaza España, el Mullens trovando en La Casa y dejándonos sentir el lazo que nos unirá más allá o menos acá de nosotros mismos, de nuestros huesos, el trago nicotinado del Palacio de la Esquizofrenia, las aves nocturnas azotando el Conde.

Sigo anclada a las olas del Caribe entre los retazos de sueño, el café que recorre todas nuestras arterias, las exposiciones de calcio fortuitas y cómplices, el acuerdo no acordado del silencio, las manos esperando y recibiendo, la vida yéndose por los ojos, los labios dejándose morir cada vez que lo indescriptible los unía, irrespetando el camino, la cosquilla del asombro sobre las mejillas, el delfín que me ata a tu existencia.

No puedo abandonar las paredes llenas de otras noches y otros gemidos, de otras pieles y otras manos, el agua violenta mojando todo y borrando nada, el dolor apartado hasta otra luna más o menos llena, más o menos embriagante, el color de lo oscuro y claro de lo inacabado, el secreto del día revelándose en la madrugada, los zapatos marcando vías para una sola vez.

Me instalo para siempre en los brazos que serán siempre y nunca míos, en el sol ardiente de una vela irreducible, bajo la sombra de un tiempo por encima del ayer del hoy y del mañana, sobre la certeza del nunca y del tal vez, en medio de nuestros cuerpos jamás y totalmente amanecidos, al lado de nuestros cardios acelerando el delirio, cerca del no sé hasta cuando, lejos del lunes y siempre domingo, todo domingo. Quizás un sábado nocturno, medio jueves atardecido, un cuarto de miércoles de los que dejan la música, pero jamás un martes, nunca Ares tendrá nuestros sueños, tampoco Venus se llevará nuestra lluvia salobre.

Te dejo en el 30 o el 29, en la almohada de al lado, a mi derecha en la mesa 30, sobre mi pecho hacia San Pedro y hasta el monumento, encima de mi lengua en la madrugada que no existe, auscultándome el asombro en la luz de nuestros ojos, bajo mi mano arañándote sin uñas la cara, lloviendo de inocencia ante mí, atándome tus brazos en tantos autobuses, dejándome la voz cortada del tetragrama de los que caminan y tropiezan consigo mismos, en la música que se quedó en noviembre 5, año de la bancarrota y de mis 19, en la noche de malecón en San Felipe, en mí cuando quieras vestirte de luz conmigo.


Daniela Cruz. Reportera del periódico dominicano Listín Diario. Becada por el Ministerio de Cultura para el periodo 20102011 en el Sistema Nacional de Creadores Literarios. Ha publicado en las antologías Safo: las más recientes poetas dominicanas (Ángeles de Fierro, 2005), Milagro de jueves (Ángeles de Fierro, 2005), A orillas del agua (Obispado Nuestra Señora de Altagracia, 2009) y Premio de Poesía Pedro Mir (colección Premios Funglode/gfdd, 2008). Ganó el Premio de Poesía 2007 del Concurso Literario Eugenio Deschamps de la Sociedad Cultural Alianza Cibaeña, con el libro inédito Ángel terreno.