CUENTO BREVE/No. 169


 

Haya



Orlando Mazeyra Guillén

 

 

 

—¿No será muy pronto? —preguntó ansioso y fue demasiado tarde cuando se dio cuenta de que había pisado un pañal lleno de excremento. Por suerte, la ventana estaba entreabierta y no apestaba demasiado; incluso el olor a trago —seguramente cañazo, chicha gruesa, pisco— era más intenso.

Habíamos entrado a oscuras al cuarto de Haya, que dormía emitiendo erráticos ronquidos y todavía sostenía con las manos una de sus tantas revistas de mujeres desnudas.

—Mira —le dije a Santiago, luego de encender la luz, señalando los anaqueles repletos de colecciones de pornografía: almanaques, muñecas sin ropa, videos, discos compactos, publicaciones, etcétera—. Su existencia se ha resumido en ver polvos y poses que nunca pudo poner en práctica porque el dueño de La Casa Verde no lo deja entrar, pues dice que trae mala suerte a las polillas… en su puta vida no ha hecho otra cosa que mirar calatas en revistas o videos porno.

—¿Cuándo empezó a corrérsela este inútil de mierda? —preguntó él con la intención de relajarse un poco o, quizá, adquirir más seguridad antes del instante definitivo.

—Santiago, déjate de cojudeces —repuse molesto—. No te olvides de que es mi primo hermano. Sea lo que sea, es mi familia, mi propia sangre.

—Ya sé, Alexander —asintió con un mohín de enfado y dejando su mochila encima de la mecedora—. Yo creo que es muy pronto. Matemos el tiempo, déjalo dormir un rato.

—Está borracho, ¿no lo ves? Haya está tieso, aprovechemos antes de que se le pase.

—No te aloques… baja las revoluciones porque tenemos toda la noche —sugirió él—. ¿Quién le puso Haya?

—Mi tíhaya-01.jpgo, pues: su papá. Durante su juventud fue un aprista del cogollo, fanático como pocos, incluso estuvo preso por defender a su partido. Siempre tenía, hasta en el baño, fotos del fundador del Apra: Víctor Raúl Haya de La Torre… Después no sé qué pasó, cuando nació mi primo las cosas cambiaron… todo se puso de cabeza.

—Pero Haya era su apellido, no su nombre…

—Yo qué sé, carajo, mañana pregúntaselo a mi tío cuando vuelva de Catacaos… y de paso aprovechas para preguntarle por qué dejó de ser aprista: eso no lo sabe nadie, ni siquiera mi viejo.

—No me jorobes. Con ese gil mejor de lejitos nomás. Podrá ser tu tío, pero también es un hijo de puta. Por algo tenía que ser aprista: esa gente es de lo peor, los apristas no tienen escrúpulos.

—Para la mano, Santiago —lo calmé y busqué cambiar de tema—: te diré que Haya fue bien precoz, empezó a tocarse a los diez años.

Le hice un gesto bastante explícito con los ojos y Santiago accedió. Abrió, despacio, la mochila, y sacó la jeringa que nos había conseguido el hijo del farmacéutico: “Sólo a ti se te podría ocurrir inyectarle a alguien veneno para ratas, Alexander, tú estás loco.”

—No —repuse negando con la cabeza—. Te lo voy a repetir por última vez: ¿no te conté ya que el año pasado casi se envenena solito, pero tomó una dosis muy baja? Entonces, pues, cojudo: el veneno lo mezclamos con la cerveza que tienes en la mochila y lo dejamos en un vaso ahí en su mesa de noche, ¿conforme?

—¿Y la jeringa?

—Es para la burbuja, ¿no tienes televisión en tu casa? Eres más imbécil que mi primo. Buscamos una vena, clavo y le meto un poquito de aire. La burbuja llega al cerebro y chau. Nada más. Una vez maté así a un perro rabioso que mordió a mi hermana: le pusimos un bozal y luego una burbujita…

—¿Tú crees que no va a sentir el pinchazo?

—Está muy ebrio pero, si eso pasa, tienes que estar listo para cogotearlo como al Ñato cuando te mechaste con él por el culo de la Sirenita.

—No sé, como que me quiero echar para atrás… es tu primo, Alexander.

—No vamos a cometer un crimen: le vamos a hacer un favor. Además es un encargo familiar. ¿Por qué crees que no hay nadie en casa? ¿Qué hacen todos mis familiares en Catacaos?

—Que hagan lo que quieran, que se rasquen el culo, que se emborrachen y se tiren entre ellos; pero yo no voy a matar a nadie y menos a un mongolito.

—Yo tampoco quiero, ¿por qué tendrán que nacer así? Nunca se da cuenta de nada; hasta los perros y los burros son más inteligentes. Se masturbaba viendo a mis primas bañándose en la playa, se orinaba en la iglesia y todo el mundo lo emborracha para que haga gracias, para hacer mofa de él y de mi familia. Es la vergüenza de la casa.

—¿Cuántos años me dices que tiene?

—En octubre cumple cuarenta. Ha vivido demasiado, esta gente muere joven. Y no te estoy floreando, si quieres averigua. Además, ya tiene complicaciones en los riñones, el hígado, dolores en los huesos como viejo reumático. Chilla hasta desesperarte, se ha vuelto insoportable. Tú no vives con él, Santiago, por eso no entiendes. Yo lo tengo que bañar, ponerle pañales y todo eso es asqueroso, se caga hasta en la tina. La gente que nace así no debería vivir.

—Sea lo que fuere, no entiendo cómo su viejo te va a dar una propina por matarlo. Prefiero matarlo a él por maldito.

—Mi viejo te desaparece en el mar —le advertí—. De todos sus hermanos, es a él a quien más quiere...

Tomé la jeringa, dejé un poco de aire y Santiago se puso a rezar.

—Tranquilo, camarada, que vamos “mitas mitas”. Mil verdes para ti y mil para mí. Con eso nos vamos a comer a las mejores marocas de La Casa Verde.

Él seguramente pensó en los mil dólares que le tocarían, por eso soltó una mirada cómplice. Luego pasó con mucha paciencia uno de sus brazos por debajo del cuello de Haya:

—Así, Santiago, nadie te apura: despacito para que no se levante el muertito…

Empecé a buscar una buena vena en su brazo izquierdo cuando Santiago me dio un inesperado consejo:

—Mejor acá —dijo señalando el cuello—. Son bien grandes.

—No, no, no —le repetí aturdido—. Tú, preocúpate de que Haya no se despierte y déjame hacer esto a mí.
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Sin embargo, en vez de consumar el acto, tuve a mal convocar recuerdos poco propicios para ese instante: la enfermera del hospital del Seguro Social, la hincada y el tubo llenándose de sangre mientras yo mordía un pañuelo y volteaba la mirada para no desmayarme de la impresión…

—Yo pensé que quien le puso de nombre Haya había sido tu tía… —musitó Santiago y, de sopetón, me trajo de vuelta a la habitación de mi primo.

—¿Qué chucha dices?

—¿Acaso tu tía no es prima de Haya de La Torre? ¡Claro que son primos! Lo que pasa es que tú me crees tonto como tu primo, pero lo que no sabes es que yo escucho todo y no me olvido de nada porque tengo memoria de elefante… El viejo Alcides de la cantina me dijo una vez que cuando te encamas con la familia te llegan encargos del diablo.

—¡Cállate, concha de tu madre! —espeté con furia y mi primo despertó.

Santiago reaccionó deprisa y le hizo una llave mientras yo contemplaba absorto:

—Mi tío no es ningún cachudo, ¿me escuchas? Vuelves a comentar eso y lo arreglamos con los puños.

Él me miró con desprecio:

—No me hagas caso, te estuve jodiendo nomás. Estás pálido, mejor mira para otro lado para que no te desmayes.

En un clima de perversa ansiedad, se voltearon los papeles: ahora Santiago parecía tener los pantalones bien puestos y los huevos en su sitio; yo, en cambio, era poco menos que una humanidad tembleque y apocada por los comentarios de mi interlocutor. Tuve ganas de desaparecerlo de la casa.

—¡Te estoy diciendo que mires para otro lado! —repitió con una autoridad terminante.

Le quise dar un golpe. No obstante, algo en mi interior me invitó a hacerle caso. Dirigí, entonces, la mirada hacia la puerta de la pieza y me encontré con la foto en blanco y negro del fundador del Apra, la misma imagen de los billetes de cincuenta mil intis: Víctor Raúl Haya de La Torre. Yo siempre había creído que el viejo ése era homosexual, un maricueca reprimido… Ahora, sin embargo, me invadían serias dudas.

Sentí que a mis espaldas un crujido decidía el destino de mi primo: Santiago acababa de desnucar al infeliz de Haya.

“Tú no eres mi primo —pensé angustiado—, ya no te podrás correr la paja en la ca lle delante de la gente… y el que te ha matado no es mi amigo.”

—Yo siempre te lo dije, pero no me escuchas, me subestimas, Alexander: ¡así son todos los apristas! Esa gente de mierda no tiene escrúpulos —apostilló Santiago palmoteándome la espalda—. Ya puedes voltear, ya se está enfriando tu primo.

—Ese retardado no es mi primo —le dije sintiéndome ofendido.

—Yo no sé si es tu primo o tu cuñado. Pero mañana me pasas las fichas. Te estaré esperando desde las diez de la noche, ¿de acuerdo?

—¿En dónde? —pregunté aturdido.

—¿Dónde más pues, mongolito? —se burló a sus anchas—. En La Casa Verde.

—Ya —le dije sin pensar, mientras observaba cómo Santiago vertía veneno para ratas en un espumoso vaso con cerveza, e invadido por un ciego afán de quitarle la bebida y embrocármela en la boca para expiar abruptamente mi mala conciencia—. A las diez entonces.

—Sólo hazme un favor, Alexander.

—¿Cuál? —inquirí auscultándolo con una intriga colosal y perniciosa.

—No lo lleves a tu primo —me dijo con un tono burlón mientras vertía un poco del preparado en la boca de Haya—. Ya sabes que nunca lo dejan entrar por salado… Y te apuesto una caja de chelas que ni San Pedro dejará entrar al cielo a este cojudo.

Se retiró del aposento riendo con procacidad, cerró la puerta despacito y otra vez, en blanco y negro, apareció Haya para hacerme sentir tan miserable como él mismo: “Apristas malparidos —pensé y sentí la boca seca, agria—, necesito un vaso de cerveza.”



Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, Perú, 1980). Es escritor y cronista. Ha publicado los libros de relatos Urgente: necesito un retazo de felicidad (Bizarro Ediciones, 2007) y La prosperidad reclusa (Casahuesos Editores, 2009). También ha colaborado con Proyecto Sherezade (Canadá), Badosa (España), Hermano Cerdo (México), Ciberayllu y Proyecto Patrimonio (Santiago de Chile). Ganó el Primer Premio Nacional Universitario Nicanor de la Fuente (2003), organizado por la Universidad Pedro Ruiz Gallo de Lambayeque. Desde 2004 publica en los blogs: orlandomazeyra.blogspot.com y laprosperidadreclusa.blogspot.com