TRADUCCIÓN/No. 169


 

Décimo cuarta novela de Micer de Crequy,
caballero de la orden de Micer




Dulce Quiroz Bustamante

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS-UNAM


"La XIIIIe nouvelle”, en Les cent nouvelles nouvelles, edición crítica de Franklin P. Sweetser, Librairie Droz, Ginebra, 1996, pp. 97-104.




decimo-01.jpg La grande y extensa provincia de Borgoña está tan provista de diversas aventuras dignas de memoria y de escritura, que, para aprovisionar las historias que en el presente ocurren, me atrevo a traer a cuento lo que antes acaeció. Muy cerca de una grande e importante villa asentada sobre el río Ouche, hay todavía hasta hoy una montaña donde un ermitaño, tal como Dios lo consignó, tenía su residencia. El cual, cubierto por un sutil manto de hipocresía, hacía cosas maravillosas que no fueron sabidas de las gentes hasta que Dios ya no les permitió su muy dañino abuso sufrir. Este santo ermitaño, que era capaz de escapar a la propia muerte, no era menos lujurioso y malicioso que un viejo simio, aunque el modo de comportarse era tan sutil que se debe reconocer que sobrepasó el límite de los engaños comunes. Veréis lo que hizo. Vio que entre todas sus vecinas, la más digna de ser amada y deseada era la hija de una modesta viuda, muy devota y caritativa. Decidió que, de no faltarle el seso, se allegaría a ella. Una medianoche en que había mal tiempo, descendió de la montaña y vino a la villa. Y cruzó tantas vías y senderos que se encontró solo bajo el techo de la madre y la hija sin ser oído. La casa no era tan grande, y no pocas veces había sido frecuentada por él con devoción como para no conocer sus secretos. Hizo un agujero en una pared poco gruesa, en el lugar donde está la cama de la honesta viuda, y tomó un largo bastón perforado y hueco con el que se había guarnecido y, sin despertar a la vejeta, lo acercó a su oreja y dijo tres veces en voz muy baja: “Escúchame, mujer de Dios, soy un ángel del Creador que me envía a ti para anunciarte y encargarte, por el supremo bien que ha querido depositar en ti, que quiere, por medio de un heredero de tu carne, a saber, tu hija, unificar a su esposa la Iglesia, reformarla y devolverla a su debido estado. Y veréis de qué guisa. Te irás a la montaña, hacia la gran ermita, y llevarás a tu hija, y en el camino le contarás lo que al presente Dios, a través de mí, te encomienda. Él conocerá a tu hija, y de ellos vendrá un hijo elegido de Dios y destinado a la santa silla de Roma, que tanto bien hará que a san Pedro y a san Pablo se le podrá comparar. Entretanto, me voy. Obedece a Dios.” La crédula mujer, muy conmovida, sorprendida también y casi arrebatada, dudaba del hecho de que Dios le enviara verdaderamente ese mensaje. Aunque dice para sus adentros que no desobedecerá. Después se durmió un largo rato, aunque no muy profundamente, esperando y deseando mucho el nuevo día. Y entre tanto el buen ermitaño se encaminó hacia su claustro en la montaña. El muy deseado gran día fue anunciado por los rayos del sol, que, a pesar de las vidrieras de las ventanas, descendieron hasta la recámara, haciendo que la madre y la hija se levantaran prontamente. Una vez que estuvieron en pie, y realizados sus menesteres, la buena madre preguntó a su hija si no había oído nada en la noche. Y ella le respondió: “La verdad, madre, no.” “No es a ti —dijo ella— a quien en primer término se dirige ese dulce mensaje, aunque mucho te atañe.” Después le dijo con detalle la angélica noticia que Dios le mandó esa noche y le preguntó qué pensaba de ello. La buena muchacha, como su madre, crédula y devota, respondió: “Alabado sea Dios. Que se haga, madre mía, lo que tú dispongas.” “Muy bien dicho —respondió la madre—. Ahora, vamos a la montaña, a comparecer ante el buen ángel, al lado del santo valeroso hombre.” El buen eremita, acechando que la burlada vieja llevara a su crédula hija, la vio venir; entonces deja la puerta entreabierta, y va a orar a su recámara, a fin de que lo encuentren en devoción. Y ocurrió lo que deseaba. Pues la buena mujer y su hija, viendo la puerta entreabierta, sin preguntar qué ni cómo, entraron. Y como vieron al eremita en contemplación, lo honraron como al mismo Dios. El eremita, con voz humilde y débil, la mirada hacia el suelo, dio su bendición a la compañía. Y la vieja, deseando que él conociera la razón de su visita, lo llevó aparte y le dijo todo de cabo a rabo el hecho, que él sabía mucho mejor que ella. Y como decía su relato con gran reverencia, el buen eremita levantaba la mirada y elevaba las manos hacia el cielo; la vieja lloró, pues tanta era su piedad y alegría. Cuando el relato concluyó por completo, la vieja esperaba una respuesta, pero el que debía darla no se apresuraba. Fuertemente, tronante, cuando habló esto dijo: “Alabado sea Dios. Pero, amiga mía —dijo él—, ¿no será eso que razonablemente me decís una fantasía o ilusión? ¿Qué os dice el corazón? Sabed que el problema es grande.” “Ciertamente, querido padre, oí la voz que me trajo esta alegre noticia tan claramente como os lo hago saber, y creed que no dormía.” “Ahora bien —dijo él—, no es que quiera contradecir la voluntad de mi creador, pero me parecería bien que vosotras y yo vayamos a dormir y, si el ángel aparece de nuevo, vendréis conmigo, y Dios nos dará buen consejo y juicio. No debemos creer con mucha ligereza, mi buena madre; el diablo, algunas veces es envidioso de los demás, astutamente encuentra artificios y se trasforma en ángel de luz. Creed, madre mía, que esto no es poca cosa y, si pongo un poco de resistencia, no es maravilla. ¿Acaso no he hecho voto de castidad ante Dios? Y me proponéis que lo rompa. Regresad a vuestra casa, y rogad a Dios, y por lo demás, mañana veremos lo que viniere, y ¡quedad con Dios!” Después de una buena dotación de invocaciones, la compañía del eremita partió, y vinieron platicando a la casa. Para abreviar, nuestro eremita, a la hora acostumbrada y debida, provisto del bastón hueco, se acercó de nuevo a la oreja de la crédula mujer, diciendo las mismas palabras, o en sustancia, de la noche precedente. Y, hecho esto, prontamente regresa a su habitación. La vieja, sobrecogida por la alegría, creyendo tener a Dios de su parte, se levantó a temprana hora, cuenta a su hija las noticias sin ninguna duda, confirmando la visión de la noche pasada. Sólo hay que abreviar: “Entonces vamos con el santo hombre.” Ellas van y él, al verlas acercarse, tomó su breviario y comenzó de nuevo el servicio, y estando así, frente a la puerta de su casa, saluda a las buenas mujeres. Si la víspera la vieja hizo un largo prólogo de su visión, el de ahora no fue menor, por lo que el valeroso hombre se persignó y se maravilló diciendo: “Dios verdadero, ¿qué es esto? Haz de mí lo que quieras, toda vez que, si no fuera por tu gracia infinita, yo no sería digno de ejecutar una tan grande obra.” “Ahora mirad, querido padre —dijo entonces la buena mujer—, ved bien que es cierto pues el ángel se apareció de nuevo ante mí.” “En verdad, amiga mía, esta materia me resulta tan elevada y no acostumbrada que no puedo dar sino una dudosa respuesta. No, amiga mía, con el fin de que creáis que esperando la tercera aparición quiero que tentéis a Dios. Pero dice el refrán: la tercera es la vencida. Os pido y requiero que paséis aún esta noche sin hacer otra cosa, esperando así la gracia de Dios; y si, por misericordia se nos revela como las noches precedentes, haremos lo que nos manda para que sea alabado.” No fue del agrado de la buena vieja que tardaran tanto en obedecer a Dios. Pero a fin de cuentas, el eremita fue tenido por el más sabio. Como ella se acostó, el recuerdo de las noticias volvió a su cabeza durante el sueño profundo; el hipócrita perverso, que había descendido de la montaña, le metió el bastón hueco en la oreja, encomendándole por Dios, como su ángel, que de una vez por todas llevara a su hija a la ermita por la causa dicha. Ella pronto pone manos a la obra. Pues, después de las gracias a Dios dadas por ella y su hija, se encaminan hacia la ermita encontrándose al eremita que las saluda y bendice. Y la buena madre, feliz como nadie podía estarlo, no se esfuerza por ocultarle la nueva aparición; por lo que el eremita, tomándola de la mano, la conduce a la capilla mientras la hija los sigue, y una vez adentro hacen las muy devotas oraciones al Dios todopoderoso, quien los ha juzgado dignos de mostrarles el muy elevado misterio. Después de un breve sermón que hizo el eremita a propósito de sueños, visiones, apariciones y revelaciones, que con frecuencia advienen a la gente, cayó en la cuenta de referirse a la materia por la cual se habían reunido. Y pensad que el eremita la predica bien y con gran devoción, Dios lo sabe. “Puesto que Dios quiere y comanda que deje descendencia papal, y se digna a revelar no sólo una o dos veces, sino la tercera de abundancia, se debe creer, decir y concluir que es un alto bien lo que sobrevendrá de este hecho. Si se me advierte que lo mejor es apurar la ejecución en lugar de esperar mucho, yo dudé de la santa aparición.” “Decís bien, querido padre. ¿Cómo queréis hacerlo?” —respondió la vieja. “Dejaréis aquí a vuestra hermosa hija —dijo el eremita—, y ella y yo oraremos juntos, y después haremos lo que Dios nos encomiende. La buena vieja quedó contenta por la obediencia de su hija. Cuando nuestro eremita se encontró a solas con la hermosa muchacha, como si quisiera bautizarla de nuevo, la hizo desvestir completamente, la despojó de todas sus ropas, y creed que él no duró mucho tiempo vestido. ¿Para qué hacer el cuento largo? La tuvo tanto tiempo y con tal intensidad, haciéndose pasar por clérigo; tanto fue a la casa de ella, para sospecha de la gente, que el vientre comenzó a abultár sele, de lo que ella estaba tan contenta como no podría decirse. Pero, si la joven se regocijaba de su estado, la madre de ella lo estaba mucho más; y el maldito también fingió regocijarse, pero estaba vivamente encoleri zado. La pobre madre engañada, creyendo de verdad que su hija debía hacer un muy hermoso hijo para convertirse en el futuro en el Papa de Roma elegido de Dios, no pudo resistir a contárselo a su vecina más cercana, que estaba tan sorprendida como si le hubiesen salido cuernos, aunque cabía la sospecha de engaño. Ella no lo ocultó por mucho tiempo a las otras vecinas y vecinos cómo la hija de cierta mujer estaba preñada por obra de un santo eremita, de un hijo que sería Papa de Roma. “Y hasta donde yo sé —dijo ella—, la madre de ella me lo dijo, a quien Dios quiso revelarse.” Esta nueva fue muy extendida en los burgos vecinos. Mientras tanto, la muchacha dio a luz, que en buena hora parió una hermosa niña, de la que quedó muy maravillada y conmovida, y su muy crédula madre y los vecinos también, que en verdad esperaban recibir al santo Papa. La nueva de ese caso no fue menos sabida que la antecesora; y entre los demás el eremita fue de los primeros en darse por enterado, quien pronto se fue a otro país, no se sabe cuál, a engañar a otra mujer o muchacha, o a los desiertos de Egipto, arrepentido de corazón para expiar la pena de su pecado. Sea lo que fuere, la pobre muchacha fue deshonrada con un muy grande daño, pues hermosa, gentil y buena era.

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Dulce Quiroz Bustamante (Ciudad de México, 1974). Estudió Letras Hispánicas y Literatura Comparada en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Actualmente estudia el segundo año de doctorado en Literatura Comparada e imparte cursos en el Departamento de Lenguas.