NUEVA NARRATIVA/No. 166


 

¡Abran las ventanas!



Norma Aguilar Hernández

 

 

A Fernando Álvarez Téllez


Salió de la fábrica, estiró el cuerpo hasta que crujieron sus huesos y utilizó las uñas como espátula para recoger la mugre acumulada en su cuello. Después de juguetear con esa pasta negruzca, la hizo rollito y confirmó su olor parecido al requesón. Emprendió la marcha repasando los sinsabores del día laboral, maldiciendo su sueldo irrisorio, el no tener coche y las ampollas purulentas que le sacaban los zapatos.

De pronto, decidió olvidar todo con un reto: llegar a la estación del metro con los ojos cerrados, ayudado por sus cinco sentidos y por la costumbre de caminar el mismo tramo durante años. Cincuenta pasos al frente y dobló en la esquina más orinada del barrio. Percibió un olor dulzón, mezcla de la humedad provocada por las constantes descargas y el cebo de penes sucios. Sintió un insistente picor en la nariz.

Treinta pasos adelante los dedos infectados de una señora ventruda volteaban quesadillas en un comal gigantesco. Cuando el hervor del aceite rancio quedó atrás, supo que estaba cerca de cumplir la meta y se sintió feliz, hasta que una sensación como de estar parado en cemento fresco llegó a sus pies. Una buena tanda de mierda recién cagada echó a perder su propósito de no abrir los ojos. Aquella masa prieta extendió su olor a coliflor vieja mientras se aferraba a adoptar la forma de cada ranura de sus zapatos, con la misma insistencia de los dentistas cuando toman moldes de yeso de los maxilares. Entonces, extrajo una llave de su pantalón y comenzó a sacarse la mierda del zapato, limpiando la suela como quien decora un pastel y corta el merengue con una cuña. Limpió su improvisada cucharilla en el pasto y luego se la llevó a la oreja para remover la cera que le acribillaba el canal.

Cuando por fin estuvo en el andén, transcurrió una hora hasta que logró abordar el suburbano. Una hora en la que el aire se tornó insoportablemente tibio, mientras los policías empujaban a quienes se quedaron apachurrados entre las puertas del tren.

Una vez dentro, se acomodó junto a una señora que insistía en evitar que su hijo se sacara los mocos. Inútil todo. El niño se entierra el dedo en la nariz, le da vueltas, busca el cuerpo extraño y lo remueve para extirparlo como su mamá no supo hacerlo con el conito de papel higiénico. Para rematar, se lo lleva a la boca e intenta distinguir los sabores de aquella costra violácea. A sus espaldas, un hombre degusta su torta de chorizo. Está caliente, porque el quesillo todavía se estira en cada mordida. Luego de mucho masticar, se forma una masilla que le rellena la separación entre diente y diente.

Después de presenciar aquello, mira con envidia a los afortunados que alcanzaron asiento. Las abluciones de un anciano tienen estupefactos a todos: primero, el cortauñas cumplió con su trabajo en las manos resecas; después, el utensilio supo que también servía para arrancar verrugas de los párpados. Un dedo ensalivado detiene la sangre. El chavo del asiento de enfrente no resiste la escena y, en un segundo, trae de regreso el pegajoso contenido de su estómago.

Nadie puede escapar de aquel baño acedo. El enfermo abre su mochila para que sirva como receptáculo de todo lo mal digerido. Es el momento en que otro hombre aprovecha para contener un gemido y vaciar el lujurioso contenido de sus testículos en las nalgas de la chica más bella —y más distraída— del vagón.

Huele a pescado, cebolla y vinagre, a vaho intestinal, a leche cortada, hueso quemado y queso de puerco enmohecido. ¡Abran las ventanas!, grita una mujer que trae un huerto de barros y espinillas bien cultivado. Su aliento de boca en ayunas se expande como catástrofe y muchos piensan que cuando los chicles de menta son obsoletos, hay que recurrir a una cucharada de sosa o a un traguito de Pinol.

Nadie sube a vender música porque es imposible entrar. Y salir también. El obrero que inició esta maloliente historia echa un vistazo a un anuncio sobre las inalcanzables facilidades para comprarse un automóvil del año; mientras tanto, un niño dice con voz estremecedora: ¡Papá, me anda del dos!



Norma Aguilar Hernández (Ciudad de México, 1982). Estudió Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Se tituló con mención honorífica gracias a una investigación periodística de la historia de la lucha libre femenil en México. Obtuvo el primer premio en crónica en el Concurso 37 de Punto de partida. Ha publicado cuento y crónica en Punto de partida y ha colaborado en las revistas Fem y Etcétera. Fue reportera, fotógrafa, columnista y correctora de estilo en la revista Box y Lucha. Este texto es producto del taller de cuento Fulgor de Palabras, dirigido por el escritor David Magaña. Actualmente es profesora en el Colegio de Ciencias y Humanidades.