No. 166/ENSAYO

 
La conciencia de la muerte como ruptura y principio creador


Patricia Pérez Esparza



6 de agosto de 1945: por primera vez se utilizó una bomba atómica en una guerra. El reloj marcaba las 8:15 de la mañana en Hiroshima. Las personas que se encontraban cerca del centro de la explosión quedaron reducidas a cenizas o carbón. Sin embargo, los efectos de la bomba se sintieron a kilómetros de distancia. Habitantes de poblaciones cercanas describieron a los quemados como seres que no parecían humanos. El doctor Shuntaro Hida se encontraba, durante la explosión, a seis kilómetros. Tras el estallido decidió regresar a la ciudad, pero “a la mitad del camino, una criatura extraña de repente apareció de la nada. Como era verano, si hubiera sido humano, habría estado vestido de blanco. Lo que vi era todo negro, de los pies a la cabeza. Negro profundo. Me pareció extraño. En la parte superior había algo redondo como una cabeza. Tenía hombros. Le seguía algo parecido a un cuerpo. Pero parecía que no tenía rostro. Estaba negro. El área alrededor de los ojos se había hinchado, no tenía nariz y la mitad inferior de la cara era pura boca”.

Tres días después, Estados Unidos arrojó una segunda bomba sobre la ciudad de Nagasaki. Para el 15 de agosto, el emperador Hirohito anunció por radio la renuncia incondicional de Japón. Tras ocho años de guerra, desde su invasión a China, en 1937, hasta su recapitulación, en 1945, Japón tuvo alrededor de 2 millones 700 mil muertos, entre militares y civiles.

Una imagen recorría el país casi como una obsesión: negros cuerpos desnudos caminan sobre las calles. Van dejando tras de sí jirones de piel que ya no sienten caer. Los globos oculares son péndulos que cuelgan, reventados, sobre su rostro. Chocan los cuerpos tambaleantes entre sí. Unos se dirigen al norte, otros al sur, otros al este, otros al oeste. No dejan de caminar. Teruko Fujii, sobreviviente de la bomba, describiría años más tarde: “Luego vi a gente caminar hacia mí, con piel colgando de todos lados. Todos pensaron que si se movían a otro lado, tal vez se salvarían. […] La gente iba en todas direcciones y en absoluto silencio.” El cielo está negro. La lluvia que comienza a caer minutos después de la explosión es también negra. Y la dureza con que se estrella en los cuerpos sedientos deja manchas negras sobre la piel. ¿Hacia dónde caminan en realidad? ¿Qué buscan? ¿Por qué no esperar simplemente la muerte? ¿Acaso salen a su encuentro?

Enfoquemos un poco más la imagen: la luz cegadora de la explosión crea un sentimiento de pasmo entre quienes la miran. Sorprendidos, encandilados, observan sin poder moverse el estallido. El doctor Shuntaro Hida la describió: “Estaba atónito, fue una luz alarmante. Aunque estuvieras de espaldas a ella, sentías el impacto pasar directo al centro de tu cerebro.” En seguida se desata la onda expansiva que incendia todo a su pa-so. Al final, comienza el movimiento de los supervivientes, aparentemente sin sentido ni dirección.

Es éste también el proceso de la creación artística en la posguerra. El estruendo de la debacle lleva a un primer momento de encandilamiento y silencio. Se abre una enorme grieta, en donde tienen lugar la pérdida, el dolor, el horror y el desencanto humanos. El fuego lo consume todo, como una enorme ola incandescente. Pero a esto le sigue, casi inmediatamente, la conciencia de la muerte, visible a partir de la grieta que el primer momento ya abrió. Y esta nueva conciencia permite retomar el acto creativo, aunque desde una posición muy distinta a la tradicional. El creador se ha movido de sitio. La ruptura ha tenido lugar. Los artistas de posguerra van al norte, al sur, al este y al oeste. Muchos de ellos caminan tambaleándose, todavía encandilados. Otros avanzan con pasos muy firmes. Quizá también van en busca de su muerte, quizá también buscan salvarse. Ellos mismos no lo tienen claro, pero saben que no pueden dejar de moverse.

Finalmente, la creación lleva a los artistas, desde el desencanto y la floreciente conciencia de la muerte, a redimensionar la vida y, con ella, el cuerpo que la anida. El hombre tiene un cuerpo mortal. Un cuerpo que nace, crece, se reproduce y muere. Es la única certeza que parece quedar y sobre la que se cimenta la creación artística. El cuerpo mortal como semilla y como estructura, enredadera que crece desde la grieta en busca de la belleza. No se trata de la belleza tradicional, sino de una más íntima y sobrecogedora: shibui, “un concepto estético […] que indica una distinción silenciosa, una belleza sobria, recatada”, según explica Yoshito Ohno, bailarín de butoh. Quizá no sea casual que, en su origen, shibui se utilizara para aludir al gusto amargo de los caquis verdes, aunque después el término fue evolucionando hasta referirse a esa belleza discreta que se da casi por sí misma, un concepto esencial del arte japonés, que en la posguerra tomaría formas completamente nuevas, para algunos, tal vez, espeluznantes.

Kenzaburo Ôé tenía diez años en 1945. Kazuo Ohno tenía 39 y Tatsumi Hijikata, 17. Ôé estudiaba la escuela primaria. Ohno participaba en la guerra, como capitán, y Hijikata cursaba el último grado del bachillerato. Pasarían 22 años antes de que Ôé publicara su primer relato, Shisha no ogori —y 49 para que obtuviera el Nobel—. 14 años faltaban para que Ohno e Hijikata, creadores de la danza butoh, presentaran el que sería su primer espectáculo conjunto de este nuevo género.




El butoh y Ôé, motivos principales de este texto, no son fáciles de enfrentar: nos ponen de cara a imágenes, situaciones, sentimientos que no sólo no buscamos, sino que, por el contrario, procuramos evitar. ¿Y eso es arte?, podría ser nuestra primera pregunta. ¿Qué es lo que hace que los movimientos lentos, grotescos, del butoh sean considerados danza? ¿Qué es lo que las descarnadas descripciones de Ôé tienen de literario? ¿En dónde está la expresión estética característica del arte tradicional de ese país? ¿En dónde quedó la sutileza propia del arte japonés?

Mijail Bajtin, estudioso de François Rabelais y su realismo grotesco, según lo denominó, explica que la dificultad para entender al autor francés está en que “exige, para ser comprendido, la reformulación radical de todas las concepciones artísticas e ideológicas, la capacidad de rechazar muchas exigencias del gusto literario hondamente arraigadas, la revisión de una multitud de nociones”. ¿No sucede lo mismo con Ôé y el butoh y otras tantas manifestaciones artísticas de la posguerra japonesa? Por esta razón, en seguida tomaré las principales características del realismo grotesco propuesto por Bajtin para caracterizar la danza butoh y la literatura de Kenzaburo Ôé.

La reformulación del arte japonés puso al cuerpo en un primer plano. Según Kazuo Ohno, se trataba de “recobrar el cuerpo desde el vientre materno”, y por ello les explicaba a sus alumnos: “Yo aprendí el butoh en el vientre materno. De hecho, todas las formas de danza provienen de esa misma fuente.” Hijikata, por su parte, proponía esta danza como una manera de “recobrar el cuerpo primigenio, ‘el cuerpo que nos ha sido robado’”. Estos dos elementos son características esenciales del realismo grotesco: un principio corporal —que tiene un carácter cósmico y universal— y la importancia del vientre, el útero, como principio generador de la vida, sitio en el que simultáneamente se sucede el proceso vida-muerte.

El primer espectáculo de danza butoh presentado al público se titulaba Kinjiki (“Colores prohibidos”), basado en la novela homónima de Yukio Mishima, con la participación de los dos bailarines, además del citado hijo de Ohno, Yoshito. Era 1959 y formaba parte del programa del Festival de Danza de Tokio. La presentación duró sólo cinco minutos y no incluía música. Los organizadores se sintieron tan ofendidos cuando Yoshito estranguló a una gallina entre sus piernas, mientras Hijikata lo perseguía, que apagaron las luces para darle fin al espectáculo. Hijikata fue expulsado del Festival… Un par de años más tarde, él mismo llamó a sus representaciones Ankoku Butoh, “danza de la completa oscuridad”.

Ohno y Hijikata se habían conocido en 1954 y desde entonces habían trabajado juntos. Hijikata, coreógrafo, murió en 1986, en la década en que el butoh comenzó a tener mayor éxito. Ohno, en cambio, falleció hace apenas unos meses, a los 103 años. Pasaba ya de 90 y seguía instruyendo a bailarines, muchos hispanoamericanos entre ellos, y haciendo presentaciones, aunque había perdido ya la movilidad de la mitad de su cuerpo. Para eso le quedaban el torso y los brazos. El cuerpo seguía siendo cuerpo.

Es difícil hablar de la danza butoh en general porque su principal característica es que nace del interior de sus ejecutantes, muchas veces a través de improvisaciones en el escenario y, por tanto, se trata de una manifestación sin más normas que dejar al cuerpo ser la expresión del cuerpo. Un arte que nace de la voz singular de un individuo. Sin embargo, hay unas cuantas particularidades que bien podríamos rescatar: el cuerpo completamente desnudo o pintado (casi siempre de blanco, aunque se utilizan también colores como el dorado, plateado, negro o rojo), la cabeza rapada o con peinados sumamente elaborados, los gestos exagerados, los movimientos lentos.

A la expresión dancística del butoh se suman, además, partes del cuerpo que por lo general no habían participado del arte: la lengua, los ojos, los dientes… y no es difícil adivinar en muchas representaciones las vísceras o un enorme útero imaginario que cobija a su ejecutante, envuelto en posición fetal, dispuesto a darle nacimiento. Todo esto nos remite de manera más que evidente al cuerpo desbordado de Bajtin, el cuerpo que diluye sus fronteras: ojos desorbitados que en ese salir de sí mismo pierden su individualidad; bocas abiertas que representan la cueva, la entraña materna, el sitio en donde nacen palabras impronunciables, abismo que engulle al mundo; saliva y excreciones que sobrepasan al sujeto…

“En mi opinión —Ohno se dirigía a sus alumnos— ustedes deberían buscar en el Butoh la oportunidad para entablar un duelo consciente con el solemne acto de vivir.” Esto es, entender la vida como un ritual y llevar eso a la expresión del cuerpo. Cinco años son necesarios, decía, para aprender los pasos esenciales del butoh, incluso simples, según su propia opinión, pero más allá de eso, esta danza, como todas las artes japonesas, termina siendo una manera de vivir, de entender el mundo, de expresar “esas cosas que son imposibles de enseñar y de describir con palabras”. Su núcleo bien podría ser esa frontera difusa entre el arte y la vida que Bajtin marca para la cultura del carnaval.

El carnaval tiene un carácter universal, explicaba el teórico ruso. En la fiesta, la vida se representa a sí misma en su renacimiento y su renovación. Y es en ésta, su naturaleza esencial, donde encuentra su posibilidad más sublime, donde lo más bajo se vuelve parte de lo más alto y viceversa. No hay reglas y no hay tabúes. No hay perfeccionamiento y no hay inmortalidad. La fiesta abre la puerta a un mundo alterno y posible donde el lenguaje se transforma, las relaciones se transforman, el hombre se transforma. Ese hombre vuelve a sí mismo y se siente un ser humano entre sus semejantes, pero eso sucede justo en la pérdida de las fronteras, en su difusa integración a una totalidad abarcadora e inclusiva que, absorbiéndolo, le devuelve su imagen de hombre. Cosmos y cuerpo son una indivisible armonía: la vida. No se trata de un hombre aislado, de un cuerpo único, sino del cuerpo del ser humano, el cuerpo colectivo, genérico.

Quitemos ahora el carnaval y pongamos una representación butoh en el centro: el ejecutante, en medio de un escenario prácticamente vacío, utiliza su cuerpo no como herramienta, sino como expresión en sí mismo: el cuerpo se transforma en cuerpo, en objeto, en universo. El cuerpo deviene en cosmos. No es un acto individual, no es un cuerpo único: el ejecutante es todos los cuerpos. No hay reglas y no hay tabúes. El cuerpo grita en silencio su metamorfosis, su muerte y su renovación.

Pongamos la ejecución butoh en un segundo plano ahora y encendamos los reflectores en la literatura de Kenzaburo Ôé (al fondo, podemos seguir viendo los movimientos pausados de Ohno). Son sus novelas una manifestación viva y palpable del realismo grotesco: usa constantes imágenes del cuerpo y la vida corporal —los actos del cuerpo como el comer o el beber, además de las distintas excreciones, son comunes en sus páginas—; en una tendencia hiperbólica, acude al desmembramiento y el descuartizamiento de cuerpos —que en muchas ocasiones detalla con minuciosidad—; los límites del cuerpo se desdibujan, de manera que éste y el mundo externo se llegan a conformar en una sola materia; mezcla los rasgos humanos y animales, una de las más antiguas características de lo grotesco; partes como la boca, el vientre, el ano, el útero, la garganta tienen una enorme relevancia. Adicionalmente, en las páginas escritas por Ôé el lenguaje rompe los cánones: el tradicional rebuscamiento literario da paso al habla cotidiana, incluso vulgar, de la gente común. En sus novelas podemos seguir la lenta danza de la oscuridad.

Veamos un ejemplo de la novela Una cuestión personal, en donde la boca y el útero se convierten en una sola cosa, en donde se encuentra el embrión desarrollándose, creciendo: “Bird sintió que en las profundidades de su cuerpo comenzaba una crisis irreprimible. La garganta se le secó y la lengua se le hinchó como si fuera un cuerpo extraño dentro de la boca. El líquido amniótico del temor lo empapó.”

En El grito silencioso encontramos un fragmento en donde el desbordamiento, la exageración y el descuartizamiento tienen un claro lugar: “La piel de su cabeza y de su pecho desnudo estaba destrozada y llena de sangre, como si estuviera cubierto de los granos de innumerables granadas reventadas. El hombre parecía un muñeco gigante de escayola roja y sólo iba vestido con los pantalones. Sin pensarlo dos veces, me acerqué, pero solté un alarido al golpearme encima del oído con una escopeta de caza que colgaba atada a una de las vigas. El gatillo de la escopeta estaba unido con una cuerda a un dedo de la mano derecha del muñeco de escayola roja, la cual descansaba sobre el tatami. En la pared, a la altura donde la cabeza del muerto debía de haber mirado el cañón de la escopeta, en el yeso y en la madera habían pintado con lápiz rojo el contorno de la cabeza y los hombros de un hombre, con dos ojos grandes claramente dibujados en medio de aquélla. Di un paso más hacia delante, sintiendo los perdigones y los cuajos de sangre bajo las suelas de las botas, y vi que los ojos dibujados estaban llenos de perdigones; era como si dos ojos de plomo me miraran desde las órbitas.”

Es La presa una novela hilada a través de una serie de imágenes grotescas, en donde un soldado estadounidense, negro, es apresado por una aldea japonesa perdida en la montaña, y el soldado, tratado siempre como animal, comienza a ser aparentemente domesticado por los niños. Y en Arrancad las semillas, fusilad a los niños se presenta la posibilidad del carnaval para un grupo de niños y adolescentes —cuerpos incompletos, inmaduros— que celebran la caza del primer faisán y bien podemos imaginarlos danzando butoh alrededor del fuego.

Dice Bajtin, con respecto al Gargantúa: “El libro entero está atravesado por el poderoso oleaje del elemento grotesco: cuerpos despedazados, órganos separados del cuerpo […], intestinos y tripas, grandes bocas abiertas, absorción, deglución, beber y comer; necesidades naturales, excrementos y orina, muerte, nacimiento, primera edad y vejez, etc. Los cuerpos están entremezclados, unidos a las cosas y al mundo.” Difícilmente podría describir de manera más exacta este elemento presente, en mayor o menor medida, en las obras de Kenzaburo Ôé. Es la ola quemante que atraviesa sus páginas y da paso al posterior movimiento de la supervivencia.

En el carnaval, la fiesta irrumpe en la vida cotidiana y marca su dislocación: hay nuevas normas, nuevos lenguajes. Desaparecen las jerarquías y las diferencias. El hombre se une al universo y en esa disolución se encuentra más claramente hombre. En la posguerra japonesa no es la fiesta, sino la muerte el motor generador de esa ruptura. La conciencia de la muerte lleva al hombre a romper y a crear de la nada. La muerte da posibilidades al renacimiento. Lleva al artista a su disolución y, en seguida, a su reformulación. En la muerte no hay jerarquías ni hay diferencias. En la muerte el hombre es más claramente hombre. Y si lo leemos desde allí, el arte de posguerra no nos presenta imágenes necesariamente angustiosas o desgarradoras, sino esperanzadoras.

Todos tenemos un cuerpo, todos morimos. La conciencia de la muerte nos hermana, nos iguala. Lo sublime se yergue en la belleza apenas descubierta de un cuerpo mortal: un cuerpo todavía tatuado con espeluznantes figuras que retratan los horrores de la guerra: así de grande es la monstruosidad del hombre, nos recuerdan, así de grande el sufrimiento que ésta puede originar; un cuerpo que, sin embargo, al mismo tiempo se viste de Universo y danza su muerte y su nacimiento eternos.


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Bibliografía


Bajtin, Mijail, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Alianza (Alianza Universidad, 493), México, 1990.

Díaz, Luis, Butoh, la danza de la oscuridad [DE disponible en: http://www.japonartescenicas.org/danza/articulos/butoh.html], 2010.

Ôé, Kenzaburo, El grito silencioso, Anagrama (Panorama de narrativas, 324), Barcelona, 1995.

–––––, Una cuestión personal, Anagrama (Panorama de narrativas, 151), 5ª ed., Barcelona, 1996.

–––––, La presa, Anagrama (Panorama de narrativas, 316), 2ª ed., Barcelona, 1997.

–––––, Arrancad las semillas, fusilad a los niños, Anagrama (Panorama de narrativas, 422), Barcelona, 1999.

Ohno, Kazuo, Um duelo com o solene ato de viver [DE disponible en: http:// www.butoh.com.br/taxon/kazuo.html], s/f.

Wilmshurst, Paul (dir. y guión), Hiroshima, BBC, Londres, 2005.


Patricia Pérez Esparza (Guadalajara, Jalisco, 1970). Estudió la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, la maestría en Literaturas del Siglo XX y el doctorado en Letras, con especialidad en Literatura Comparada, en la Universidad de Guadalajara. Se ha dedicado al estudio de la literatura japonesa y ha publicado artículos en diversas revistas, además del capítulo “El cuerpo descarnado. Análisis tematológico de Confesiones de una máscara, de Yukio Mishima, y Cartas a los años de nostalgia, de Kenzaburo Oé”, en el libro Convergencias. Ensayos de literatura comparada (Universidad de Guadalajara, 2007). En la actualidad, imparte clases en el ITESO y trabaja como editora.