NUEVA NARRATIVA/No. 166


 

La primera traición



Víctor Mantilla


 

mantilla-01.jpgEl posicionamiento respecto a mí mismo es un asunto complicado. No es lo mío, digamos. Ésa es la razón de la traición. En un mundo como el nuestro las cosas son difíciles de asir, la oferta y la demanda pueden existir dentro de nosotros de maneras desiguales. Los caminos del dios del capitalismo son misteriosos. Puede, por ejemplo, ocurrir que las posesiones se adueñen de uno o que el poseedor sea dueño de algo. Como si se tratara de una narración más, conformadora de un yo (o eso), la propiedad escribe en muchos casos al individuo. Quién es Carlos Slim, por ejemplo; cualquiera diría que es mucho dinero, muchas posesiones y sus consecuencias.

En mi caso, eso tampoco funciona para conformar una memoria de mí mismo. Todas las posesiones parecen comenzar siendo ajenas pero oscuramente deseables como propiedades reales. Su existencia es meramente circunstancial hasta que caigo en cuenta de ese deseo raro que me provoca la cosquilla de la propiedad cuando es más bien inútil o ya está perdida. Es como si estuviera buscando una herencia, una propiedad heredada cuya sustancia se encuentre en haber sido de otro; mi propiedad tiene que ser un fetiche o no es nada. Y en ese sentido es siempre de otro pero al mismo tiempo es imperecederamente mía.

Existen objetos, sin embargo, que nacen “fetichizados”. Como un piano, por ejemplo. Mi existencia infantil es una narración situada alrededor de un piano. No se entienda esto como una relación estrictamente musical o culta. Es más bien lo contrario. Podría tratarse de un gran mazo que golpea rítmicamente una piedra difícil de romper en actitud necia y machetera: el piano que repite el Hanon o que tiene que dar vueltas alrededor de la noria de un pasaje de Bach (en el mejor de los casos) o del Canon de Pachelbel (en uno de los más hartantes), y que, se sabe, nunca será muy bien interpretado. Esto no lo digo en detrimento de la calidad de las clases de piano de mi madre, sino por el escaso talento de la señora desocupada o del niño obligado por sus padres. Había casos, por supuesto, en que llegaba un alumno de oído singular o de dotes pianísticas más o menos encomiables. Pero nunca prosperaban. Estuvo también el hiperestésico homosexual de clóset que toca bien pero es inestable. La inestabilidad terminó un día con un balazo en la sien y el talento musical (desaprovechado) untado sobre las paredes de su recámara de forma sanguinolenta y trágica. Es que el clóset se abre por fuera (decía él irónicamente) y afuera estaba solamente su honorable padre, distinguido miembro de los Caballeros de Colón.

Esta historia también es la historia de una pistola. Menos efectiva, menos violenta, menos seria. Esta pistola no termina tan drásticamente con una inestabilidad. Porque es de plástico transparente y al momento de jalar el gatillo hace un sonido más bien galáctico (pishuuu, pishuuu) y se encienden los coloridos foquitos que habitan su galáctico interior. Nada sale de su cañón, es evidente. Mi interés por ese juguete es tan grande como el que tengo por el pequeño casco de motocicleta, el balón de futbol o el carrito que se juega solo. Ninguno. Mis juguetes no eran muchos, al menos comparándolos con las abrumadoras colecciones de mis compañeros de juego (llamarles compañeros de juego es excesivo, advierto). Mis juguetes estaban en una larga caja de madera pintada de blanco debajo de una ventana que daba al jardín. Dudo que la llenaran. Siempre preferí el juguete que nunca era el mismo, el que se armaba y se desarmaba de muchas maneras. Ignoro el atractivo, pasados cinco minutos, de la pistola de luces y sonidos (pishuuu, pishuuu) o del casco de motociclista (más allá del ocultamiento o la protección, que distan de ser actitudes lúdicas). Ni siquiera me extenderé en la repulsa causada por algún soldado o muñeco de cualquier tipo, al que ni siquiera se le mueven las extremidades.

mantilla-02.jpgEntiendo perfectamente la actitud juguetona del erudito que reproduce una batalla napoleónica con sus soldaditos de plomo. ¡Pero qué mierdas va a hacer un niño con una colección de soldados de plomo! Acaso revivir la emoción en un adulto represor de su sentido lúdico ante un juguete más bien arcaico. Otro, el coleccionista jubilado y solitario, de costumbres monótonas, reprobaría la utilización de un objeto preciado en sus estantes obsesivamente acomodados y diría conmigo Qué coño hace un niño con unos soldaditos de plomo. Adquirir cáncer o una intoxicación (mamá dixit). Yo no tenía soldaditos de plomo, nomás faltaba.

Pero regresando al tema de la pistolita. La pistolita es la manzana de la discordia que conformará la primera traición.

Mi mejor amigo se llama Alex y él me llama a mí, Vic. Alex le dice a Vic Juguemos futbol. Vic contesta No. Alex le dice a Vic Sí, jugaremos futbol. La torpeza de Vic hace del futbol una de las prácticas más temibles y abominables. Alex es inflexible y Vic, pusilánime. Ambos juegan futbol. Vic pierde. Pierde abrumadoramente. Alex, sin embargo, es compasivo y demuestra un cariño hacia Vic que éste es incapaz de comprender. Juguemos más, dice Alex. A qué, pregunta Vic, que ha dejado la derrota en el pasado como algo sabido desde el inicio. Veamos quién llega primero al otro extremo del patio, dice Alex. Vic aborrece correr al otro extremo del patio tan sólo un grado por debajo del aborrecimiento que profesa hacia el futbol. Es ocioso decir que corren al otro extremo del patio; Alex ha comenzado ya a correr. Vic pierde. Alex y Vic, Vic y Alex, son inseparables. Alex se parece al dedo gordo de mi mano derecha, piensa Vic que ha estado observando cómo Alex juega con su pistolita de luces (pishuuu, pishuuu). Ahí es donde la pistolita cobra cierto interés, el otro niño le otorga la vida que le corresponde. Se ve divertido. Vic no está divertido, se siente despojado y quiere que le presten la pistolita que le pertenece. Tú la tienes siempre, dice Alex, préstamela ahora. Cuando el juego termine la pistolita regresará a las manos que le corresponden pero ya no tendrá sentido, es ahora cuando el juguete tiene vida y vale la pena poseerla. Pero él tiene razón, piensa Vic; la pistolita seguirá siendo mía cuando todo esto termine, cuando él se vaya a su casa, así que debo prestársela. Vic no se da cuenta en este momento de que el pishuuu pishuuu sólo tiene sentido en ese instante así que cede de nuevo como cuando Alex dice Jugaremos futbol. Los planes de Alex son distintos, en realidad. Cuando llegan por él siente que la pistolita puede pertenecerle, que no tiene que ser como antes se había planteado. Regálamela, dice Alex. No, dice Vic. Ándale, dice Alex. Y entonces Vic siente una vergüenza infinita y acepta regalarla el mismo día en que la pistolita ha cobrado sentido para él. Te la regalo, dice Vic que es pusilánime e inmediatamente después se siente miserable porque cobra conciencia de su pusilanimidad. Se siente miserable pero es incapaz de enfrentar la perseverancia y el arrojo con que Alex puede decir Regálamela. Vic pierde, pero no por mucho tiempo; se ha estado tejiendo la primera traición y su urdimbre es inexorable. Alex pide la pistolita cuando su madre llega por él. Vic le dice que se la regala pero en realidad no lo hace. Cuando Alex regresa a las faldas de su madre, ella le pregunta por la pistolita (pishuuu, pishuuu). Me la regaló Vic, responde Alex. Entonces la madre entra a la casa y le pregunta a Vic si le regaló la pistolita a Alex, que está convencido de haber dicho la verdad. No, miente Vic. La madre regresa el juguete al niño traidor mientras Alex insiste en haber dicho la verdad. La madre regaña a su hijo que es desde ahora un mentiroso y un ratero. Alex llora afuera por la injusticia que se ha cometido. Vic siente culpa. Nunca se volverán a ver.

Vic y Alex, Alex y Vic, eran inseparables. Alex se parecía al dedo gordo de la mano derecha de Vic.

Alex, al dejar el kínder, se fue a vivir a otro estado de la república. Todo esto ocurrió en una de sus visitas vacacionales. Alex no querrá volver a casa de Vic las próximas vacaciones. Vic lo sabe y eso le tranquiliza. La pistolita comienza a cobrar sentido, el sentido de la traición y habrá que esconderla como se esconde un cadáver después del asesinato. Pishuuu, pishuuu.

 


Víctor Mantilla (Ciudad de México, 1982). Estudia Filosofía en la UNAM. Ha participado en los talleres de creación literaria de Alicia Reyes, Enrique González Rojo y Beatriz Espejo. Ha publicado en revistas como Molino de Letras, Alternativa de Baja California Sur, Literal, y en el periódico El Financiero. Participó como investigador en la Hora Nacional, en la Guía literaria del Centro Histórico (INBA) y en el proyecto Los poetas en México del siglo veinte. Antología histórica (Fondo de Cultura Económica, 2011). Trabaja como editor en el Museo Nacional de Arte.