CUENTO BREVE/No. 163


 

Un episodio italiano 



Adolfo Ulises León López

Escuela Nacional Preparatoria, Plantel 9, Pedro de Alba



Irremediablemente moriría. Todos lo sabíamos, no podía ocurrir de otro modo. Cuando comenzó a hojear The New York Times y en ninguna página encontró su nombre ni su foto, creyó, estúpidamente, que se habían olvidado de él, que la primera plana, dedicada a Giuseppe Bontempelli (baleado la noche anterior en su Packard), le serviría de puerta trasera y así podría darse a la fuga. No. Estaba más acorralado que una rata, la policía lo buscaba, sus amigos lo habían traicionado y sus compatriotas querían matarlo. Era cuestión de minutos para que cayera; ni su astucia, ni su excelente puntería, ni los buenos deseos de Fernanda podrían salvarlo. Bebió un sorbo de café, despacio, mojándose los labios. Se puso de pie y dejó sobre la barra los últimos centavos que le quedaban. Al salir se acomodó el sombrero más allá de la frente para pasar desapercibido. Caminó hasta un callejón donde había aparcado su Oldsmobile negro; la noche anterior había llovido en Manhattan y el vapor escapaba de las alcantarillas. Condujo por la Avenida Madison hasta llegar a un apartamento en Midtown, donde vivía su novia Emma Wright. La conoció en una fiesta de la mafia y fue la única en no darle la espalda. Tenía planeado escaparse con ella a las Antillas para no regresar nunca. Llegó al apartamento y encontró la puerta entreabierta. Emma, are you here?, preguntó apoyando la mano sobre su revólver. Nadie contestó; entró, y en ese momento dos hombres cayeron sobre él; uno lo desarmó y el otro lo obligó a aspirar un pañuelo para desmayarlo. Cuando abrió los ojos se encontró atado de pies y manos a una silla. Frente a él, en su silla de ruedas, Luigi Vittorini fumaba. Estaban en alguna embarcación porque sentía oscilar el piso. Además de Luigi, lo acompañaban los hijos de Bontempelli. No tenía caso que lo interrogaran, ellos sabían todo. Cesare, tú sabes que es tradición de familia decapitar traidores, dijo Luigi esforzándose por sonreír. Cesare Pirandello, ése era el nombre del niño que llegó con sus padres a probar suerte en América en la primera década del siglo veinte y que, de simple mensajero, saltó a contrabandista. Luigi pidió su bastón y golpeó a Cesare en el rostro hasta deshacerle la boca. Fernanda se estremeció, los golpes le dolieron como si ella los hubiera recibido. ¿Dónde está tu honor, perro?, gritó Federigo Bontempelli. En el coño de tu madre, balbuceó Cesare; le brotaba sangre de la boca y parecía que el labio inferior se le desprendería. ¿Dónde tienen a Emma?, preguntó Cesare, déjenla. Luigi tronó los dedos y mandó a Carlo Bontempelli en busca de la mujer. Pasó menos de un minuto y el hombre regresó con la cabeza de Emma en la mano. Despídete el tiempo que quieras. Carlo colocó la cabeza de la muerta frente a Cesare e hizo que se besaran una y otra vez, como si se tratara de dos muñecos. Los otros reían. Luego, Luigi sacó de su gabardina un cuchillo sin filo, oxidado, que colocó en la yugular del traidor para cercenarlo poco a poco. En ese momento Fernanda no soportó más, debía hacer algo, así que tomó lo único que tenía a su alcance: un puño de palomitas, y se abrazó contra mí esperando que la película terminara.