CUENTO/No. 163


 

Drauca



Marian Rergis


 

rergis-01.jpgAmanecía sobre la tierra del Nilo. Mi madre lavaba las ropas del palacio con otras mujeres cuando los dolores de parto la sorprendieron. No hubo tiempo de llegar a una choza. Nací a orillas del río.

Mi padre adiestraba a los hombres en las labores del campo. Nosotras permanecíamos al lado de mi madre. Jugábamos sin descanso, aun mientras aseábamos la casa o preparábamos los alimentos. Después, a la hora en que llegaban mis hermanos, salíamos a cazar luciérnagas entre las ramas de papiro. Todos menos Agar, que era apacible como un estanque. Sentada en una roca, con su vigilancia tranquila, trenzaba la negrura pertinaz de su cabello. Yo cazaba luciérnagas para que las embarrara en su vestido y brillara como nosotros, pero ella las dejaba volar. Entonces me sentaba a sus pies hasta recibir un beso. Yo amaba a mi hermana y mi hermana me amaba a mí.



Cuando llegaron los extranjeros, pusieron sus tiendas al otro lado del río. Principal entre ellos era un varón de nombre Abram, cuya hermana, bella como una piedra preciosa, tomó por mujer el faraón. Por ella, la tribu extranjera obtuvo numerosos beneficios.

Por aquellos días se presentaron unos soldados en nuestra choza. Agar y yo fuimos separadas de nuestros padres. Ellos no se opusieron, pues los esclavos deben obediencia. Agar lloraba silenciosamente, yo chillaba como un animal que presiente el matadero. Aunque me jalaba de los brazos de los soldados, no quise voltear. No quise ver a mi madre llorando por sus hijas.

Agar fue dada a la mujer del faraón y a mí me regalaron con un mancebo de nombre Lot, sobrino de Abram.



El río era una serpiente dorada bajo los rayos del sol; el aire era puro y ligero como antes, pero mi corazón pesaba como un cadáver. Nací esclava de padres esclavos, sin embargo nunca había sentido el yugo. Ahora mis horas estaban sujetas a la voluntad de un joven extraño.

Yo era la primera en levantarme. Ordeñaba un par de cabras, encendía el fuego y calentaba leche para el desayuno. Un día vi entre las varas de papiro a Lot jugando con Uahanj, un muchacho egipcio. Ambos se correteaban, hasta que Lot, ya cansado, ciñó al joven por detrás y empezó a besarlo. Era fascinante ver la piel de Lot, tan blanca, rodeando la piel de ébano de Uahanj.

Recordé lo que había oído sobre Lot. Comprendí que él se escondía porque aquello era mal visto entre su tribu, además de ser pecado grave contra su dios.

Pero los ojos entrometidos son como un gato que puede cazar a su presa aun en la oscuridad y las afiladas murmuraciones llegaron a oídos de Abram, quien le dijo:

—Mira, tú ya no eres un niño. Yo me hice cargo de ti desde que murió mi hermano; te he querido como a un hijo, pero ya es tiempo de que te unas a una mujer y que formes tu propia familia.

Las palabras de Abram preocuparon a Lot. Cada mañana se reunía en la ribera con su amigo a contemplar los lirios que flotaban hasta sus pies. Yo los encontraba con frecuencia, pero siempre me cuidé de no ser vista. No quería que mi amo se sintiera descubierto por una esclava.

Mis cuidados no fueron bastantes, ya que una mañana los hallé entre la paja del establo. La blanca arena cubría al ébano, sujetaba sus manos con fuerza. Se asustaron al verme y el ébano escapó para ocultarse entre los destellos del rocío.

Por la tarde, Lot me llamó. Aunque se dirigía a mí, daba la impresión de que hablaba con él mismo:

rergis-02.jpg—Esclava, yo sé que tú no me juzgas porque es costumbre entre tu gente que hombres se alleguen a hombres. En mi tribu está prohibido. Sé que mis actos no complacen a Yahvé, un día seré juzgado severamente. Esclava, no puedo esconderme de Aquel que todo lo ve y que está en todas partes. Yo no quiero ofenderlo, yo quiero ser justo ante sus ojos; sin embargo, mi carne es como este río, que corre en dirección contraria. ¿Tú crees que el río decidió esta suerte? ¿Que decidió tener un cauce independiente y no aunarse nunca con el mar? Todos somos siervos de Dios, nada pasa sin su consentimiento. No pierde el ave una pluma ni el árbol una hoja sin que Él se dé cuenta. Entonces, ¿por qué me deja vivir? ¿Por qué no me destruye y me permite seguir pecando? La voluntad divina es inexpugnable, el hombre no puede sondear con la mano los abismos. ¿Qué me resta? Sobrecogerme de temor cada madrugada, antes de que el primer rayo de sol hienda la oscuridad y el frío. ¿Acaso piensas que yo no quiero tener una prole numerosa, que no quiero que mis hijos se multipliquen por el mundo? ¿Acaso piensas que quiero que mi mayordomo herede mis bienes? ¡Ay, si yo pudiera cambiar el cauce de los ríos! Escucha, yo necesito una mujer a mi lado, así me lo pidió Abram, así es correcto ante los ojos de Dios. Mujer, dejarás de ser esclava para convertirte en mi esposa. Tú no verás mal lo que yo haga, porque es costumbre entre ustedes, ¿no es así? Tendrás, en cambio, más de lo que te hubiera permitido tu condición servil.

Después de anunciarme lo que haría de mí, Lot habló con su tío, quien, por acallar los rumores, no se opuso al matrimonio. Y ambos dispusieron los preparativos de una boda muy sencilla.



¿Qué podía esperar de este matrimonio? Nadie me había preguntado si yo consentía, ¿acaso tenía elección? Sí: cobijarme con las aguas relampagueantes del Nilo o ser péndulo bajo la viga más recia del establo… pero yo quería vivir, quería sentir la frescura del agua, ver las gotas de rocío, sentir en mi cuerpo la brisa. Recordé a Lot desnudo, su piel hecha de alas de mariposa, su torso flexible… Mis manos estaban cuarteadas por el trabajo, mi piel reseca; Lot nunca podría ayuntarme con la misma avidez que a Uahanj… ¿Y si Lot no hubiera decidido casarse conmigo? Antes o después me uniría a un varón, engendraría hijos, pero esos niños no tendrían una suerte distinta de la mía, en cambio, siendo hijos de Lot, nadie podría arrebatármelos.



Mi esposo, tímido como gacela, no había conocido mujer. La primera noche lo venció el cansancio sin que se atreviera a tocarme y en sueños se estremecía. Con mucho tiento, pasé la mano por su frente sudorosa y sus cabellos húmedos.



rergis-03.jpgLa intimidad, que subió sigilosa y con pies fríos a nuestra cama, nos concedió un hijo al que llamamos Moab. Lot le cantaba todo el día y por la noche lo velaba, como si recelara de la mano del viento. Yo me llené de rumores interiores: la lluvia golpeaba incesante con su frágil oración, las hojas secas se arrastraban con una brisa pertinaz y traviesa que no les daba descanso. Me sentí, en fin, dueña de una magia creadora que me había permitido concebir al niño y que me permitía ahora acercarme sin temor a mi esposo. Estando él inclinado sobre la cuna, lo invitaba con manos solícitas a que olvidara sus temores y acariciaba largamente su cuerpo, instrumento de resonancias secretas. Era yo muy joven para saber que las horas dichosas se entretejen con las amargas y que el infortunio acecha tras la sonrisa.

Una mañana, el niño amaneció enfermo. No sabíamos cuál era el mal que le aquejaba: tenía fiebre y no quería comer. Mientras Lot y Abram iban en busca de Sicar, un hombre conocido por sus remedios, yo lo metí a bañar en agua apenas tibia. A través de su piel casi transparente alcanzaba a ver su corazón amedrentado, como si fuera una mariposa atrapada entre los pliegues de una delicada tela. Nada pudo hacer Sicar por él. Abram buscó a su hermana y ella intercedió ante el faraón para que enviara a todos los sabios de su corte. Fue en vano, el niño siguió enfermo.

El ánimo de Lot era siniestro. Postrado al lado de la cuna, se maldecía entre sollozos: “Son mis pecados —decía con voz entrecortada—, es Yahvé quien me castiga…”

Otro día revoloteó la mariposa en el corazón del niño, pero se aquietó para siempre bajo el primer frío nocturno.

Ungí a mi hijo con el vencido orgullo de haberlo tenido y amortajé su cuerpo transparente con los rumores que me habitaban. Se hicieron los funerales y Abram erigió un pequeño templo sobre la tumba para la eterna gloria de Yavhé.



Yo sé que Lot hizo grandes esfuerzos por ser justo ante su dios, hasta que su carne lo apremió para buscar la compañía de un hombre. Desde aquel día se debatió entre flagelar el cuerpo o flagelar la conciencia. La culpa lo atormentaba y cada noche, después de esos encuentros, me requería: “Drauca”, me llamaba dulcemente, “Drauca…”, y me montaba con una ternura triste.



Sucedió que el faraón repudió a su mujer, pues se enteró de que no era hermana de Abram sino su esposa. La devolvió a su tribu y ordenó que todos partieran.

Amanecía en la tierra de Egipto cuando nos marchamos, yo como esposa de Lot y Agar como esclava de la extranjera. No, yo no vi atrás. No quise ver el Nilo serpenteando bajo los rayos matutinos ni el perfil de la tierra que ahora me representaba al hijo muerto. Muy arrogante había sido yo al pensar que nadie podría arrebatármelo y ahora ni siquiera volvería a ver su tumba.



Por aquella época, el ganado de Lot era tan numeroso como el de su tío y sus pastores reñían entre sí. Abram le dijo que no debía haber disputas entre ellos, que decidiera a dónde marchar y que si él iba a la izquierda, Abram iría a la derecha, así que Lot escogió las tierras del Valle y partió hacia Sodoma.

Ya en aquel tiempo era sabido que los habitantes de aquel país insultaban al dios con su comportamiento; no fue casualidad que Lot escogiera aquella tierra.

Antes de que Lot se apartara de su tío, me reuní con Agar. Ella se dirigía al pozo.

—Ven conmigo —dije—. Lot puede pedirle a la mujer que te deje con nosotros.

—No quiero —contestó mientras llenaba el cántaro.

—Hermana, ¿por qué rehúsas venir? Ya no tenemos padres ni hermanos, yo he perdido a un hijo. Somos extranjeras en esta tierra; al menos podemos acompañarnos la una a la otra.

El rostro de mi hermana se reflejaba en el agua del cántaro.

—Tú eres esposa de Lot. Yo siempre seré esclava.

—¿Acaso temes que te desprecie un día? ¡Si yo te venero…!

—Mira, la mujer de Abram no puede concebir y me prometió que su esposo me tomará para tener en mí un hijo. Yo siempre seré esclava, pero el niño heredará sus bienes. Sólo debo reconocer como único al dios de esta tribu.

Se echó el cántaro al hombro y, con la trenza oscilando sobre su espalda, se alejó de mí. A pesar de que hubiera querido retenerla, arrodillarme y abrazarla por las piernas, gritarle que ella era lo único que conservaba vivo de Egipto, no podía hacer eso, pues los hijos de Agar, a quienes yo amaría como si fueran míos, correrían libres por los campos sembrados y la cosecha sería suya.

Antes de amanecer, me despertó el ruido de las caravanas, los aprestos del viaje y al cabo de un par de horas, nos encaminamos hacia Sodoma.

Mi hermana, lirio púrpura bañado de sol, espero encontrarte un día en el valle de los muertos peinándote la negra trenza reluciente.



Los días son como gorriones que vuelan sobre nuestra cabeza: no los sentimos pasar y si alguna vez nos detenemos a contemplarlos, no podemos distinguir con certeza entre uno y otro. Lentamente, aprendí a amar la tierra de Sodoma, tan distinta del pródigo Egipto. A pesar de que aquí el agua y el verdor eran escasos, esta tierra me dio nueve hijas. Las vi crecer como espigas, orgullosa de tan magnífica siembra. Ya sólo me faltaba ver desposadas a dos de ellas y otras estaban por dar a luz. Fui feliz de saber que construían sus hogares y que Amón veía por sus casas.



rergis-04.jpgA Lot no le importaban las niñas. A cada embarazo, la esperanza movía las alas y a cada nacimiento, se desplomaba como un pájaro apedreado. Por último, Lot se resignó a que su dios ya nunca le diera un niño y pensó que acaso era mejor, pues no había hijo varón que fuera testigo de sus pecados. Se olvidó de las niñas y pude así educarlas en el culto a Amón.

Así como el ave de rapiña agarra al ratón que no escruta el cielo ni el designio de las nubes y se siente prendido de repente porque no escuchó el vuelo de su depredador, así la desgracia se cierne sobre nosotros, desprevenidas criaturas ante los ojos siempre vigilantes y siempre hambrientos de los dioses.

Un día, llegó Lot a la casa con dos varones de gran belleza. “Son ángeles de Yahvé —anunció—, vienen a salvarme junto con todos los míos. Abram ha intercedido por mí, pues Dios hará llover fuego sobre esta tierra.”

¿Quién era ese dios tan severo? ¿Qué ofensa tan grande había suscitado su enojo? ¿El comportamiento de los hombres? ¿Por qué castigaba también a las mujeres y a los niños? ¿Qué aventajaba quemando una tierra de por sí yerma? Durante tantos años sus olas de arena habían cubierto mis pies, que ya eran la misma sustancia, ¿quién podría desunirlas? ¿Qué mano podría arrancar el árbol de raíces profundas en que me había convertido? Bien es sabido que la ira de los hombres no mueve un ápice del mundo. Por el contrario, el enojo de los dioses sacude la tierra, seca los ríos, malogra las siembras. Mi deseo era fatuo; otra vez tendría que irme, otra vez.

Apenas supieron los hombres de la ciudad que Lot albergaba dos varones, quisieron conocerlos, pero como él les dijera que eran ángeles de Yahvé, los hombres se contrariaron, pues pensaron que mentía y los guardaba para sí. Tampoco le creyeron sus hijos, los yernos, cuando les pidió que abandonaran la ciudad.



Amanecía sobre Sodoma. Los varones tomaron a Lot de la mano y lo apresuraron para sacarlo de ahí. Mis hijas solteras y yo los seguíamos hacia la montaña. De pronto, mis pasos se hicieron muy lentos, como si mis pies arrastraran acres de tierra.

La ciudad comenzó a arder a nuestras espaldas. Había tanto detrás de mí… Oía los gritos de mis hijas en el crepitar de las ramas sometidas al fuego. Otras voces se fundían, otros gritos reprimidos. Yo también quise gritar, pero tenía la boca llena de ceniza… Tanto tras de mí, tantas vidas, tantas muertes no resueltas… El humo me perseguía como un avispero, me rodeó hasta casi cegarme y mi llanto no era suficiente para aclarar un poco la densidad del enjambre. Entre sombras distinguí a Lot amedrentado. Lot siempre había tenido miedo; aun dormido, la celosa mano de sus remordimientos lo sacudía con violencia.



La capa ante mí engruesa.

Lot escapa trasmutado en pájaro de humo.

Amón toma las manos de mis hijas menores y las salva.



Huele a carne quemada. Son ellas, mis siete hijas.
Y los fetos ahogados en sangre que ya no fluye.
Huele a carne quemada…
Drauca, Drauca.
¿Quién me llama?
Detrás de mí está mi madre:
Drauca, no te vayas,
Moab tiene hambre.
Madre, no soy más de Egipto,
mis pasos se apagaron en la ribera.
Mírame,
hasta mis cabellos son de arena.
Pero el niño, Drauca…
Arrúllalo en su cuna de piedra.
Detrás de mí
arde su tumba.
Entonces me di vuelta.

 


Mariana Rergis (Ciudad de México, 1978). Estudió la licenciatura en Idiomas en el Centro Universitario Angloamericano. Becaria del Centro Mexicano de Escritores, 2004-2005. Asistente de español-lengua extranjera en París, Francia. Ha sido colaboradora en Alfaguara Infantil y Larousse. Ha trabajado como maestra de inglés, traducción literaria, redacción y lectura. Actualmente es profesora de francés en el Instituto Politécnico Nacional y ha sido seleccionada para recibir la beca de Jóvenes Creadores del Fonca generación 2010-2011.